—Lorenzo cariño, ¿cómo te fue? —le pregunta Paulina cuando lo ve llegar, entrando al despacho como alma que se lo lleva el diablo.
—Me sentí como el peor de los idiotas, ese muchacho tiene agallas para hablar, si vieras la prepotencia que se mandaba cuando se expresaba, me hizo sentir como un ridículo. Te juro que me dieron ganas de mandarlo a la mierda, y de romper todo lazo de amistad con ellos, estaba que le declaraba la guerra, pero me contuve, lo voy aplastar como una cucaracha apenas se case con Lucy, a mí nadie me habla así y mucho menos un muchacho que nació ayer.
—Bueno, ¿pero lograste convencerlo para que llegue el viernes?
—Me dijo que iba a revisar su agenda, ¡te puedes imaginar la arrogancia en sus palabras!
—querido, Lucy llega hoy ¿te parece bien si la instalo en unas de las habitaciones de abajo?
—Si cariño como tú quieras—, replica Lorenzo, mientras está armando un maletín. —recuerda que me voy de viaje y regreso mañana, hazte cargo de Lucy—, le da un beso de despedida —ya quiero que Richard crezca y me ayude en la empresa— van conversando por todo el camino hasta la salida.
Lucy había llegado al aeropuerto en Madrid y una mujer contratada por su padre era quién la estaba esperando para acompañarla en todo el camino hasta llegar a casa.
Ella miraba por la ventana del auto, la ciudad estaba bastante movida, el tráfico congestionado, bajó el vidrio polarizado y respiró la brisa madrileña, sacó su mano por la ventana sintiendo el viento correr a su paso. Ella cerró sus ojos y aspiró aire hasta los pulmones, se sentía identificada, «realmente he llegado a casa» pensó.
Su piel se erizó al sentir el viento, vio de lejos un parque con muchos árboles, quiso bajarse y disfrutar de él, pero el auto aceleró perdiéndolo de la vista, una lágrima le corría por las mejillas, todo lo maravilloso que estaba delante de sus ojos y se lo estaba perdiendo encerrada en una edificación antigua de cuatro paredes.
El viaje en auto fue largo y extenuante, llegó un momento en que se quedó dormida, soltando la chaqueta que llevaba desde que salió de Roma, cayendo ésta en el interior del auto.
—Lucy!, lucy! hemos llegado— le dice la mujer que la acompañaba, ella se levanta de súbito, saliendo del auto olvidando la chaqueta.
Al frente de ella estaba una enorme casa de tres pisos con una azotea, la mujer le entrega la maleta, al mismo tiempo observa que las puertas son abiertas de par en par, saliendo del interior cuatro empleadas del servicio, se ubican dos en cada lado y luego sale una mujer rubia, elegantemente vestida, con un maquillaje exuberante, en tacones, y unas curvas exageradas para su cuerpo delgado.
—¿Quien es ella?— le pregunta a la mujer que la había traído a la casa.
—Es la señora Paulina, dueña y señora de esta casa—. Lucy la quedó observando, la mujer la miraba de pies a cabeza y hacia una cara de desprecio en su rostro.
—Lucy— la llama ella entre dientes —¿que traes en esa valija?
—¡Son mis cosas señora!— le responde ella, casi en el mismo tono que le preguntó, sujetaba las maleta con fuerzas, algo no andaba bien, miraba para todos los lugares, por si de pronto tenia que correr y escapar pero no había escapatoria, todo era un circuito cerrado.
—¡Revisa lo que hay dentro!— le ordena a una de las empleadas, que le jala de las manos la maleta, la tira al suelo y la abre delante de todos, libros, hojas, fotografías, dos conjuntos de vestidos que le regalaron en el convento, el cofre donde guarda las fotos de su madre, ropa interior, un diario, y algunos billetes.
Paulina se acercó verificar
—¿Qué es eso?— hace una mueca de desagrado y se lleva las manos a la nariz, —No quiero nada de esos trapos y papeles viejos en mi casa, llevenlo al patio trasero y echen todo eso en la hoguera.
Una hoguera donde acaban con todas las hojas de los árboles que caen al suelo y de ramas secas que el jardinero retira.
—¿Que? ¡no pueden hacer eso! Son mis cosas, ¡nooo! esperen — gritaba Lucy pero dos de las empleadas llevaban su maleta al patio trasero, y las otras dos la agarraban por los brazos para que no las detuviera. Todo fue en cuestión de segundos, sin darle tiempo de reaccionar, no se esperaba este recibimiento, que mujer tan mala y malvada era su madrastra.
Lucy vio todas sus pertenecías quemándose en la hoguera, los libros que le regalaron en el convento y que eran su única compañía en la soledad de sus noches, las fotografías que se tomó con las hermanas y con la madre superiora, la fotografía de su madre, su diario donde había plasmado sus pensamientos y sus vivencias en el convento desde pequeña.
Ella lloraba y gritaba, quería meter sus manos allí y sacarlas pero ya era tarde el fuego había acabado con cada uno de sus recuerdos.
Las lágrimas corrían, sus ojos rojos ardían de rabia, si iba a saber que todo terminaría así, ni siquiera se hubiera inmutado a venir.
—Llevenla al jardín— ordenó Paulina, la mujeres alzaron a Lucy quien yacía arrodillada en el suelo envuelta en su dolor.
—Exijo ver a mi padre!— reclamó mirando con sus ojos enardecidos a Paulina, que la veía como un trapo viejo del cual desea deshacerse lo más pronto posible.
—Mañana tendrás la oportunidad de hablar con él—le respondió con altanería y despotismo. —¡Vamos que esperan!— le grita a las empleadas.
—¡Sueltenme!, ¡sueltenme!— le gritaba Lucy por todo el camino, de tanto forcejeo aruño a una de las mujeres, que la soltó y a la otra la tiró al suelo, Lucy se acerca a Paulina, pero antes de dar un paso, entre cuatro empleadas la detienen llevándola a las fuerzas al jardín.
Paulina ordenó bañarla con todo y ropa, la bañaron afuera y le restregaron su cuerpo.
—Desinfecten a esa provinciana, luego llevenla a su habitación— fue lo último que escuchó decir, respiraba rabia y odio, acababa de conocer a la madrastra más malvada de todas sus historias.