Matrimonio por Venganza

Capítulo 8

La luz del amanecer se filtraba entre las persianas de la suite del Plaza, trazando líneas doradas sobre la alfombra persa. Shiara llevaba tres días en esa celda dorada, recibiendo instrucciones de Vivienne, firmando documentos que Luciano le traía, y tratando de ignorar las noticias que la pintaban como una cenicienta moderna, rescatada de la ruina por el magnate misterioso. Pero esa mañana, el interludio de preparativos terminó bruscamente.

Una llamada a la habitación, la voz de Elena, impersonal.

—El señor Ktasaros la solicita en la residencia. Luciano estará en el vestíbulo en una hora. Traiga lo necesario para pasar la noche.

—No he aceptado mudarme aún, —protestó Shiara, el corazón acelerándose.

—La suite del hotel era una solución temporal. La residencia Ktasaros es su hogar ahora. Las obras de la nueva ala este, sus aposentos, están terminadas.

—¿Obras?¿Una nueva ala?.— La incredulidad le robó el aliento.

—El señor Ktasaros quiso que tuviera un espacio... adecuado a sus necesidades. Luciano la espera.

La llamada se cortó. Shiara se quedó mirando el auricular. No era una invitación. Era un traslado. De un hotel a una fortaleza.

La residencia Ktasaros no era una casa; era una afirmación de piedra, acero y cristal incrustada en un acantilado con vistas al mar. De estilo moderno y brutalista, parecía surgir de la roca misma, imponente e inexpugnable. El coche atravesó unas pesadas puertas de hierro y recorrió una larga avenida flanqueada por cipreses antes de detenerse frente a una entrada monumental.

Leónidas no estaba para recibirla. En su lugar, una mujer mayor, de rostro severo y pelo gris recogido en un moño tenso, la esperaba. Se presentó como Irina, la ama de llaves.

—El señor Ktasaros está en su estudio. Me ha encargado que le muestre sus estancias y la ponga al corriente del funcionamiento de la casa. —Su tono era respetuoso pero frío, evaluando a la nueva intrusa.

Las "estancias" eran, en efecto, una ala entera. Un salón privado con biblioteca y chimenea, un dormitorio con una cama enorme y vistas al océano, un vestidor del tamaño del apartamento de Shiara en la ciudad, un baño con bañera de mármol negro y una terraza privada. Todo era de una elegancia austera y sobrecogedora. Perfecto. Frío. Ajeno.

—El señor Ktasaros cena a las nueve en punto en el comedor principal, —informó Irina. —Se espera que usted se una a él. El código de vestimenta es formal.

Shiara asintió, sintiéndose como una invitada de piedra en su propia (impropiamente llamada) casa. Cuando Irina se fue, se dejó caer en un sofá de terciopelo color carbón. El silencio era absoluto, solo roto por el lejano rumor del mar. La enormidad de su encierro, ahora físico y tangible, la oprimía.

Pasó la tarde explorando su jaula. Los libros de la biblioteca eran clásicos, algunos de historia económica, otros de filosofía griega. Ninguna novela, ningún toque personal. En el vestidor, colgaban las prendas que Vivienne había seleccionado, todas en una paleta de negros, grises, blancos y algún rojo oscuro. Nada de los azules o verdes que a ella le gustaban. Era como si estuvieran borrando sus colores, uno a uno.

A las nueve en punto, bajó al comedor principal. Era una sala larga y estrecha, con una mesa de roble macizo que podía albergar a veinte personas. Solo había dos puestos puestos, en los extremos opuestos de la mesa. Leónidas ya estaba sentado en uno, leyendo algo en una tableta. Llevaba un traje oscuro, la chaqueta colgada en el respaldo de su silla. Al verla entrar, dejó la tableta a un lado.

—Shiara. —Su saludo fue un mero reconocimiento.

—Leónidas. —Ella tomó asiento en el extremo opuesto, sintiendo los metros de madera pulida como un abismo entre ellos.

La cena fue servida por un sirviente silencioso. Sopa, pescado, un postre ligero. El sonido de los cubiertos sobre la porcelana era ensordecedor. Shiara no podía soportarlo más.

—¿Es así como será? —preguntó, su voz resonando en la estancia cavernosa. —¿Cenando en extremos opuestos de un campo de batalla, hablando a gritos?

Leónidas tomó un sorbo de vino.

—La mesa es larga. Pero no es necesario gritar. Solo hay que hablar con convicción.

—¿Convición? ¿De qué? ¿De lo mucho que nos despreciamos?

Él posó la copa.

—Empecemos por algo más simple. ¿Te gustan tus aposentos?

—Son... adecuados. Fríos. Parecen diseñados para un huésped de estado, no para una esposa.

—Eres ambas cosas. Una huésped importante, y una futura esposa. El diseño refleja esa dualidad.

Shiara meneó la cabeza, un gesto de frustración.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué este teatro de normalidad doméstica? Podrías haberme encerrado en una habitación y olvidarte de mí hasta el día de la boda. Esto es más cruel.

Leónidas la miró directamente, y por primera vez esa noche, Shiara vio una chispa de algo que no era cálculo.

—Porque no quiero una prisionera en una habitación, —dijo, su voz baja pero nítida. —Quiero una reina en un trono vacío. Quiero que veas lo que tu odio me ha costado construir. Quiero que vivas en el monumento de mi éxito, y que sepas que cada piedra fue colocada con el peso de mi determinación. Encerrarte sería demasiado fácil. Demasiado indoloro para ti.




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