El mar, visto desde la terraza privada de Shiara, rugía con una furia que reflejaba su estado interior. La confesión de Leónidas había abierto un abismo en el que ahora se balanceaba. No podía odiar con la misma pureza, no después de conocer la cicatriz que supuraba bajo su venganza. Pero el rencor, ahora mezclado con una compasión no deseada y un profundo sentido de injusticia, era un veneno más complejo y corrosivo.
Durante una semana, la residencia funcionó como una máquina de precisión. Shiara se sometió a las pruebas del vestido de novia, un monstruo de satén y encaje que la hacía sentir como un pastel nupcial. Asistió a reuniones con Vivienne, que trazaba el calendario social de la "pareja" con la meticulosidad de un general. Vio a Leónidas solo en las cenas formales en el comedor interminable, donde la conversación era un duelo de frases cuidadosamente esgrimidas, cada una cargada de subtexto.
Pero la tensión crecía, palpable como la electricidad antes de una tormenta. Y la tormenta llegó en forma de un sobre con el sello de la Fundación Rossi.
Shiara lo abrió en su salón privado. Era una carta del director, un hombre leal a su padre durante décadas. Con respeto pero firmeza, le informaba que, a petición de la nueva junta directiva (controlada por un holding fantasma que ella sabía dirigido por Leónidas), se "reestructuraban" las prioridades. El proyecto de guarderías en el distrito sur, su proyecto, el que había defendido a capa y espada, quedaba suspendido indefinidamente. Los fondos se redirigían a una nueva iniciativa: la "Plaza de las Artes Ktasaros-Rossi", un espacio escultórico en el barrio financiero.
Fue la gota que colmó el vaso. No era solo una cuestión de control. Era un borrado deliberado de su identidad, de su contribución al mundo. Convertían su pasión en una placa con su apellido en un lugar que nunca necesitó una plaza.
No esperó a la cena. Bajó las escaleras principales como una tromba, el papel arrugado en su puño. Iriná intentó interceptarla con un "El señor está en una videoconferencia—", pero Shiara la apartó con un movimiento brusco y abrió de golpe las pesadas puertas de roble del estudio de Leónidas.
La habitación era vasta, forrada de libros, con una chimenea de piedra y un escritorio de acero y cristal. Leónidas estaba de pie frente a una pantalla gigante, hablando en inglés con alguien de Singapur. Al verla entrar, con los ojos desencajados y la respiración entrecortada, terminó la conversación con un seco "Hablaremos luego" y apagó la pantalla.
—Shiara. No recuerdo haber solicitado tu presencia.
Su tono glacial, el de siempre, fue la chispa.
—¿Esto? —gritó ella, arrojando la carta arrugada sobre su pulcro escritorio—. ¿Esto es lo que llamas respetar nuestro acuerdo? ¡Dijiste que la fundación no se tocaría!
Leónidas miró el papel, sin necesidad de desdoblarlo. Su expresión no cambió.
—La fundación no se ha tocado. Se ha optimizado. El proyecto de las guarderías era ineficiente. Con altos costos operativos y retorno social cuestionable.
—¡Retorno social cuestionable? ¡Eran niños, Leónidas! ¡Niños que necesitaban un lugar seguro mientras sus madres trabajaban! ¿Qué sabes tú de necesidad? ¡Has vivido entre acero y cristal desde que tu padre murió!
Fue un golpe bajo, y lo sabía. Lo dijo para herir, para igualar el dolor que ella sentía.
La reacción de Leónidas fue instantánea y aterradora. Su calma se quebró como un cristal. Dio un paso hacia ella, y su presencia pareció llenar toda la habitación.
—¿Y tú qué sabes de lo que he vivido? —rugó, su voz resonando en las vigas de madera—. ¿Crees que este acero y cristal me calentaron las noches después de encontrar el cuerpo de mi padre? ¿Crees que esta fortuna llenó el vacío que dejó? ¡Yo construí esto a partir de la nada! ¡A partir de cenizas y deuda! Y lo hice para asegurarme de que nadie, nunca más, tuviera el poder de hacer a alguien lo que tu padre nos hizo a nosotros.
—¡Yo no soy mi padre! —gritó ella, plantándose frente a él, sin ceder ni un centímetro. —¡Castígalo a él, si es que queda algo que castigar! ¡Pero no uses mi trabajo, mis pasiones, como si fueran monedas de cambio en tu guerra privada! ¡El proyecto de las guarderías era mío! ¡Era lo único bueno, lo único puro que salía del apellido Rossi ahora! ¡Y lo estás matando!
—¡Todo está conectado! —él golpeó el escritorio con la palma de la mano, un estallido seco que hizo saltar algunos objetos—. ¡No puedes separar tu 'pureza' del barro que financió tu vida! Esa fundación, tu educación, ese vestido que llevas puesto, ¡se pagaron con la sangre y el honor de mi familia! ¿Crees que hay algo 'puro' en ese legado? ¡Es todo sangre, Shiara! ¡Y ahora tú vives en ella, y yo vivo en ella, y lo único que podemos hacer es decidir qué construimos sobre los cimientos podridos!
Shiara temblaba, las lágrimas de rabia y frustración corrían por sus mejillas sin que pudiera detenerlas.
—¿Y construir qué? ¿Una plaza con nuestro nombre? ¿Otra vanidad de mármol para que la admiren los mismos que te temen? ¿Eso es mejor que darle de comer a un niño? ¿Darle un techo?"
—¡Es supervivencia! —replicó él, acercándose más, hasta que ella podía ver las motas de plata en sus pestañas, el tictac de un músculo en su mandíbula—. ¡La plaza es un símbolo, una alianza pública, algo que fortalece nuestra posición! ¡Las guarderías son un gasto sentimental que debilita la percepción de fuerza que necesitamos! Este mundo no perdona la debilidad, Shiara. Tu padre no la perdonó. Yo no la perdoné. Y tú no puedes permitírtela."