El vals había terminado, pero el eco de la tensión con Valentina resonaba en los pasillos silenciosos de la residencia Ktasaros. Los días que siguieron a la gala fueron una extraña tregua cargada de electricidad estática. Leónidas parecía más absorto que nunca en su trabajo, desapareciendo en su estudio durante horas o saliendo para reuniones inesperadas. Shiara, por su parte, se sumergió en su nuevo y casi imposible desafío: salvar las guarderías sin la fundación familiar.
Sus días se llenaron de llamadas telefónicas, de reuniones discretas en cafés del centro con antiguos contactos de la beneficencia, de borradores de propuestas de financiación escritas hasta altas horas de la noche en su ordenador portátil. Era un trabajo agotador, frustrante, y a menudo humillante. Muchas puertas se cerraban cuando mencionaba su apellido, ahora vinculado a la inestabilidad y al escándalo. Otras se abrían con un brillo interesado cuando mencionaba el de Ktasaros, una opción que se negaba a utilizar.
Una tarde, mientras revisaba un correo electrónico de rechazo de una ONG internacional, Irina apareció en la puerta de su salón.
—El señor Ktasaros la requiere en el invernadero.
Shiara parpadeó. El invernadero. Era la única parte de la residencia que no había explorado, un ala de cristal y hierro forjado adosada al costado este de la casa, visible desde su terraza pero siempre cerrada.
—¿Para qué? —preguntó, cautelosa.
—Irina no pregunta. Irina informa, — replicó la ama de llaves con su habitual sequedad antes de retirarse.
El invernadero era otro mundo. El aire era cálido y húmedo, cargado del aroma terroso de la vegetación y el perfume dulce de flores exóticas. Orquídeas de formas imposibles colgaban de las vigas, helechos gigantes crecían en maceteros de cerámica, y en el centro, un pequeño estanque con nenúfares y peces koi brillantes reflejaba la luz filtrada por el cristal. Y en medio de esa jungla domada, de espaldas a ella, podando meticulosamente un bonsái, estaba Leónidas. Llevaba pantalones de lino claro y una camisa blanca con los puños remangados, una imagen de concentración doméstica tan chocante que Shiara se detuvo en seco.
Él no se volvió.
—¿Sabías que un bonsái no es una planta enana por naturaleza? —dijo, su voz tranquila, casi contemplativa. —Se la fuerza a ser pequeña. Se podan sus raíces, se guían sus ramas con alambre, se limita su crecimiento. Es un acto de violencia constante para crear belleza.
Shiara se acercó, sintiendo la tierra húmeda bajo las suelas de sus zapatillas.
—Parece una metáfora cruel, —respondió.
—Es la realidad, _dijo él, dando un último corte preciso a una ramita. Finalmente se volvió. No llevaba corbata, y el calor había hecho que se desprendieran algunos mechones de su cabello oscuro de la frente. Parecía más humano, más accesible, y por tanto, más peligroso. —Todo lo que tiene forma, todo lo que perdura, es el resultado de una fuerza que se aplica contra otra. El mármol contra el cincel. El acero contra el fuego. La voluntad contra las circunstancias.
_¿Incluyendo a las personas? —preguntó Shiara, cruzando los brazos.
_Sobre todo a las personas. —Dejó las tijeras de podar en un banco de trabajo. —Has estado ocupada.
—Tengo un proyecto que salvar. O lo había olvidado.
Un esbozo de sonrisa. —No lo he olvidado. He estado observando.
Eso la irritó. —¿Observando? ¿Desde tu atalaya? ¿Viendo cómo me estrello contra puertas cerradas?
—Observando cómo luchas, —corrigió él. —Cómo usas tu ingenio. Cómo te niegas a usar mi nombre, incluso cuando te facilitaría las cosas. Es… instructivo.
—No quiero tu ayuda, —dijo ella, con más fuerza de la que sentía.
—Lo sé. Y por eso no la has recibido. —Se acercó a una mesa donde había una carpeta de cuero. —Pero hay más de una manera de observar. He estado observando a tus oponentes.
Shiara frunció el ceño. _¿Mis oponentes?
—La junta directiva de la fundación. Los miembros que votaron a favor de suspender tu proyecto. —Abrió la carpeta. Dentro había perfiles, informes financieros, fotografías. —El director, Henrik Voss. Leal a tu padre, sí, pero más leal a su propio bolsillo. Tiene una serie de inversiones personales en deuda de países emergentes que están a punto de hundirse. Necesita liquidez, por eso cedió a la presión de mi holding.
Shiara miró los documentos, horrorizada y fascinada. —¿Cómo…?
—Tengo recursos. Y motivación. —Pasó una página. —La señora Lavigne. Su hija tiene aspiraciones políticas. Una donación sustancial a la campaña de cierto candidato, canalizada a través de una fundación fantasma, podría hacerla cambiar de opinión.
—Esto es… chantaje, —susurró Shiara, aunque una parte de ella, la parte desesperada y pragmática, se aferraba a la información.
—Es información, —corrigió Leónidas, cerrando la carpeta. —El poder no reside solo en el dinero, Shiara. Reside en saber. En conocer los puntos débiles, las ambiciones, los miedos. Tu padre lo sabía. Lo usó para destruir al mío. Yo lo he perfeccionado para construir mi imperio. Y tú… —La miró directamente. —...tienes que decidir si quieres seguir jugando a la dama caritativa con las manos limpias, o si quieres ganar.