Me casaré con mi jefe

3 Adelaida

Adelaida

Parece que tengo otra razón para odiar este día. Y esa razón está sentada, sonriendo de oreja a oreja. En sus ojos cristalinos y brillantes se lee una promesa de humillarme y doblegarme. No lo tendré fácil con él. No es Dimóchka, ni siquiera Vasili Doroféievich, que tanto quiere ser mi patrocinador que ya me ha hecho una propuesta indecente tres veces. Ah, si no fuera por su esposa y su camada de hijos, tal vez aguantaría a ese viejo a mi lado durante medio año. Pero, ¿para qué quiero una relación así si para casarse con Doroféievich hay que hacer fila, sin mencionar a sus herederos de todas las edades, que me picotearían como gallos a un gorrión?

—¿Y cómo vamos a estar sin usted, Galina Stanislavivna? —digo, recuperándome de la noticia y mirando a la Bruja.— Ya nos hemos encariñado con usted con todo el corazón.

—Me han devorado el cerebro con cucharita de té, —responde la directora con un ademán.— Quiero descansar de ustedes. Y Román es sangre nueva. Los mantendrá en forma, igual que yo.

—Pocos pueden compararse con usted, —suspiro.

—Me las arreglaré, no lo duden, —interviene el insolente, con una sonrisa tan arrogante y llena de promesas que me da escalofríos. Como si le hubiera preguntado algo…

—Román Serguéievich tiene un interés personal en esto. Su padre posee un gran paquete de acciones, —explica la Bruja.

Un niñato mimado. Ahora entiendo de dónde viene todo esto. Papá le ha conseguido un puesto calentito. No importa, a este cabrito le voy a romper los cuernos. Si es que quiero, claro. ¿Y quiero? Tendré que pensarlo.

Para mí, desenterrar el hacha de guerra es cosa de un segundo. Pero este Román tiene un respaldo tan fuerte que no hay manera de alcanzarlo. Si me paso un poco de la raya, adiós trabajo, adiós carrera, adiós pretendientes prometedores… No, queridos míos, no soy tan tonta. Sé muy bien cuándo ser más callada que el agua y más baja que la hierba.

—Será un placer trabajar con usted, —respondo dulcemente al insolente.

Listo, escondo mis garras y me comportaré como una gatita obediente. Al menos hasta averiguar qué es lo que mueve a este tipo y cuáles son sus puntos débiles. Porque, eso sí, todos los tienen, y lo sé muy bien.

Observo de nuevo a Román Serguéievich. Pues vaya, el tipo no está nada mal. Si no fuera por nuestro desafortunado encuentro, incluso me interesaría en él: rostro abierto, nariz aristocrática, torso trabajado. La ropa está limpia, fresca y claramente cara; en la muñeca, un smartwatch. Me pregunto si su papá ya le ha transferido parte de su fortuna. ¿Tendrá algo más, además de esa casita sobre ruedas con la que casi me atropella esta mañana? ¿O también el coche es de su padre?

—Ya veremos, —me responde Román con un tono vengativo.

—Adelaida, ¿sabes por qué te llamé? —continúa la Bruja, como si no notara nuestras miradas cruzadas con el insolente. Pero claro que lo notó, y le interesa. Uy, seguro que luego me hará un interrogatorio sobre qué significa todo esto.— Necesito que organices una reunión para mañana en la sala de conferencias, con la presencia de los jefes de todas las divisiones. Hay que presentar a nuestro nuevo director. Y encuentra una oficina para Román Serguéievich. Quiere trabajar aquí esta semana, observar, estudiar los documentos, mientras yo me voy a calentar mis viejos huesos en un lugar más cálido y a celebrar mi despedida con tequila.

—Se hará, —asiento a la directora. Me giro hacia el insolente.— ¿Tiene algún requisito especial para la oficina, Román Serguéievich?

—Quiero tenerla en la recepción, —se inclina hacia adelante, atravesándome con la mirada. Me falta el aire ante su atención intensa. El corazón empieza a latir rápido, y la sangre me sube a la cabeza.

—Mi puesto está en la recepción, y no es tan fácil reemplazarme, —sacudo la cabeza.

—No hay personas insustituibles, —Román entrelaza los dedos sobre la mesa y me mira con un matiz de insinuación. También tiene unas manos bonitas. Dedos bien cuidados, uñas parejas, venas que sobresalen en el dorso de la mano. Se me seca la garganta otra vez. Mientras tanto, Román argumenta:— Pero sin su ayuda invaluable, temo que me será extremadamente difícil...

—Adelaida resolverá este asunto, —responde Galina Stanislavivna en mi lugar, y entiendo que en esta batalla está completamente del lado del insolente.

No importa. Aguantaré también esto.

Salgo del despacho de la directora con las piernas temblorosas. Tengo que pensar cómo manejar esta situación. No quiero perder mi lugar en el centro de la oficina. Y ser la secretaria personal de Román es claramente un descenso, aunque uno prestigioso. Y no pienso cargar con dos puestos. Además, nadie ha mencionado un aumento de sueldo, por cierto. ¡Y todavía tengo que gastar en taxis! Y todo por culpa de Dimá.

Román Serguéievich sale de la oficina después de mí. Ahora me ignora deliberadamente, dejando claro que para él no soy más que un cero a la izquierda. Es insultante.

Normalmente, los hombres me prestan atención. Pero no este. En una palabra, ¡un grosero engreído! No puedo evitar lanzarle una mirada airada a su ancha espalda.

¿Se cree superior a mí y a todos en la oficina solo porque la empresa pertenece a su padre? Pues nada, quien se cree demasiado alto, termina cayendo bajo. Así es.

Sigo con mi trabajo. Pero la situación no se me va de la cabeza. Me incomoda como un grano de arena en el zapato. Me ha molestado mucho la actitud del niño mimado. Ni un indicio de interés, ni un solo cumplido. Solo desprecio en su mirada clara. No estoy acostumbrada a eso.

Desde que tenía dieciséis años y mis pechos comenzaron a crecer, no ha habido un solo chico o hombre que no se haya sentido atraído por mí. Me deseaban. Me amaban. Se acercaban a mí. Yo elegía con quién estar y a quién regalarle mi atención.

No puede ser que este insolente sea diferente. A menos que… ¿sea homosexual? Uy. Esta idea me asusta y me inquieta. ¿Será posible? ¿Que un hombre tan atractivo… prefiera a otros hombres? ¿Tal vez me ve como una competidora? ¿Y si es verdad? Eso sí que sería un problema.




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