“Pero no dejo de brindar por mí y por todas mis heridas”.
-Raquel Cabest.
Le había pedido alrededor de veinte veces que nos viéramos en persona, y esas veinte veces o quizá más, me dejó plantada. Conocí a Arturo en una red social. Había salido recién de un campamento de verano y por los cinco días siguientes a ello, me llegaban montones de solicitudes de amistad. Cuando apareció la suya dude en aceptarlo, no dejaba mostrar mucha información, así que decidí preguntarle si era alguien a quien había conocido en el campamento, con tantas personas, quizá no lo recordaba. Me hizo saber que en realidad éramos dos desconocidos, empezó a interesarse en mí y entonces lo acepté.
Sus intereses iban más allá de una sola amistad, eso se pudo apreciar desde el primer texto, y yo, como una adolescente a la que le hablan bonito y cae, me rendí a sus pies. Las cosas se ponían candentes por el chat, tanta era mi necesidad de tenerlo que me animé y le dije que deberíamos conocernos en persona, interactuar, traspasar la pantalla. Aceptó. Planeamos la cita, nos veríamos en un parque cerca de su casa. Justo ese día por la mañana, cuando le pedí que me confirmara si podría asistir, algo sucedió que no me pudo contestar y por ende, tampoco llegar a la cita. Estaba muy saturado con el trabajo y la universidad, podía entender eso, así que decidimos dejarlo para el próximo fin de semana. Otro suceso inesperado impidió su llegada. Volvía a estar bien, yo más que nadie sabía que repartirse entre los quehaceres, agotaba e incluso no podías cumplir con todo.
Una cuarta cita, quinta, sexta… perdí la cuenta, todas fueron canceladas al último minuto; le llegué a pedir que me recogiera saliendo de mi trabajo y al final tenía que volver a casa caminando porque me decía que sí, me esperanzaba y al final me topaba con la dura pared de la mentira. Ni yo misma entendía por qué lo soportaba, nunca había interactuado con él como para aferrarme, tampoco era deseo porque nunca me había acariciado como para necesitar su tacto, fue entonces cuando comprendí la gran influencia que tienen las palabras, tienen el poder de enamorarte. ¡Vaya!
Soy necia y un tanto masoquista, debo aceptarlo. Me ilusiono rápido y lo peor es que me aferro y perdono sin necesitar que me pidan perdón. Decidí que si el muy cobarde no venía a mí, yo iría a su encuentro. Y así fue, me arme de valor y un día llegué a su casa, toqué el timbre y me recibió quien tiempo después descubrí era su madre. Lo llamó y salió todo desaliñado, adormecido. Los nervios se apoderaron de todo mi sistema. Temblorosamente lo saludé y le di un obsequio para romper el hielo. Mi llegada le sorprendió, no entendí y poco me importó. Tuvimos nuestra primera cita, el verde de la naturaleza corroboró el amor que nos profesábamos en cada encuentro.
El día de mi cumpleaños esperaba recibir un detalle. No soy interesada, pero me hacía ilusión recibir algo de mi chico, pero solo le alcanzó para hacerme una llamada por la mañana, cantándome las mañanitas. No le reproché nada ni me mostré decepcionada porque tenía una sorpresa mucho mejor por la tarde, según me dijo. Me recogió en casa y fuimos a parar a la suya. Me condujo hasta su cuarto, un lugar que ya bien conocía por las múltiples películas vistas. No me percaté, la casa estaba sola. Empezó a acercarse hasta besarme y poco a poco depositó mi esbelto cuerpo sobre la cama a mis espaldas. No me incomodaba a decir verdad, mi cuerpo reaccionaba a los estímulos y aunque mi mente me decía que si accedía, me arrepentiría después, el corazón no pudo apagar ese fuego abrazador, dejándose llevar, recibiendo todo cuanto él le ofrecía.
La mente tenía razón, a los minutos de haber consumado el acto, me sentí sucia. No esperaba que fuese así mi primera vez. No mentí cuando me preguntó si me había gustado, mis palabras fueron: “no tengo nada con qué compararlo”. Llegué a casa adolorida y sangrando, las lágrimas mojando todo a mi paso porque no tenía contemplado que eso sucediera. No, no me lastimó, es solo que hubiese preferido esperar más tiempo, sin embargo, no fui capaz de detener ese explotar de emociones que hacer el amor conlleva.
A la mañana siguiente no recibí llamada alguna para preguntarme cómo estaba. Mis engranajes en la cabeza comenzaron a trabajar. A pesar del baño que había tomado el día anterior, la suciedad que sentía no se iba. La cosa empeoró cuando me di cuenta, por un descuido suyo en la propia red social, que había alguien más aparte de mí; me había convertido en su amante sin ser solicitada como tal. Ese mismo día que descubrí el engaño, lo enfrenté, pero como era típico en él, desapareció. A la semana me buscó, le dije que la única forma en que aceptaría verlo era si me explicaba cuál era mi papel en este juego y su intención al ver en mí un juguete.
Me contó todo con santo y señas, no negó nada en absoluto; su plan era seguir con las dos lo más que se le permitiera. Afortunadamente no le duró mucho el gusto. Afortunadamente lo descubrí. Ante él me mostré firme, segura, a pesar de no haberle alzado siquiera la voz o golpeado. Pero al retirarme del lugar, los ríos de agua salada hicieron su escape perfecto por las pupilas dilatadas del dolor. De haber sabido lo que se avecinaba, jamás hubiera entregado mi cuerpo, y más que eso, mi alma, a un ser asquerosamente perfecto.