Elian creció entre lonas y luces, enredado en la magia del Circo Clown. Su padre, un acróbata admirado por todos, era su mayor inspiración. Lo observaba con asombro, imitando cada uno de sus movimientos con la torpeza de un niño que soñaba con desafiar la gravedad.
Desde pequeño, imaginaba los escenarios más espectaculares: rascacielos de los que saltaba sin miedo, giros imposibles en el aire antes de tocar el suelo. En la realidad, su mayor hazaña era impulsarse desde un simple cajón y dar apenas medio giro antes de aterrizar, pero en su mente… volaba.
Cuando cumplió seis años, su deseo se transformó en un objetivo claro: quería ser parte del circo, no como acróbata, sino como payaso. Soñaba con recibir al público con piruetas y monerías, arrancar carcajadas y sentir la energía vibrante de la gente.
Pero nadie tomó en serio su entusiasmo.
Sus padres fueron los primeros en negarse. Era demasiado pequeño, decían. Y el jefe del circo tampoco aceptaba niños en el espectáculo. Para él, la infancia debía dedicarse a la escuela y al juego, porque la vida adulta llegaría con demasiadas responsabilidades.
Elian entendía sus razones, pero no estaba dispuesto a rendirse.Su padre, previendo su insistencia, dejó de llevarlo al circo. Fue la manera más efectiva de mantenerlo alejado de la tentación. Pero Elian, lejos de rendirse, comenzó a trazar su propio plan.
Cada noche preparaba su pequeña mochila con el traje rojo de payaso que le habían regalado. Estaba remendado con parches de colores vivos y venía con una peluca de rulos anaranjados que brillaba como fuego bajo las luces. No pasaría desapercibido.
Solo necesitaba una oportunidad.
Y finalmente, una tarde, la encontró.
Aprovechando un descuido de su madre, se escondió en el auto antes de que su padre partiera al circo. Contuvo la respiración en el espacio reducido detrás del asiento del conductor y esperó, con el corazón latiéndole en los oídos.
Cuando el vehículo se detuvo en el estacionamiento, supo que era el momento.
Salió de su escondite y corrió detrás del escenario sin ser visto. Los miembros del staff, lejos de delatarlo, lo recibieron con sonrisas cómplices y hasta lo ayudaron a maquillarse.
—Si vas a hacer esto, que sea con estilo —le dijeron.
Y así, cuando las puertas del circo se abrieron, Elian Ivanov estaba listo para su gran debut.
Se ubicó en la entrada, saludando a los visitantes con saltos y volteretas improvisadas. Cada sonrisa, cada risa que provocaba lo hacía sentir parte de algo más grande.
Hasta que una voz firme y profunda lo congeló en el acto.
—¡Pequeño Ivanov!
Elian giró bruscamente y perdió el equilibrio, cayendo de espaldas con un golpe seco. Apretó los dientes para contener las lágrimas del dolor y se apresuró a ponerse de pie con una sonrisa ensayada.
Frente a él, con los brazos cruzados y una ceja en alto, el jefe del circo lo observaba con una mezcla de severidad y diversión.
—¿Me estás desobedeciendo?
—Para nada. Solo estoy jugando —respondió con inocencia.
El jefe inclinó la cabeza, analizando su respuesta.
—¿Ah, sí? ¿Y eso significa que no volverás a hacerlo?
Elian tragó saliva, pero mantuvo la compostura.
—Los juegos se pueden repetir.
Hubo un instante de silencio. Luego, el hombre asintió con lentitud, soltando un suspiro resignado.
—Buena respuestaElian parpadeó, expectante.
—Entonces… ¿me dejará jugar, señor?
El jefe lo observó con intensidad.
—Ya me demostraste que, si te digo que no, lo harás igual. Así que no me queda otra que dejarte —dijo, girándose hacia la entrada—. Pero primero hablaré con tus padres. Si te autorizan, podrás recibir al público antes de cada función.
Elian sintió un estallido de alegría en su pecho.
—¡Gracias, jefe! —exclamó, lanzándose a abrazarlo.
El hombre le dio una palmada en la cabeza, como si aún no pudiera creer que un niño lo hubiera derrotado en su propio juego.
Y así fue como Elian se convirtió en el payaso travieso del Circo Clown.
Con el tiempo, perfeccionó su acto.
Practicaba sus piruetas con dedicación, aunque muchas veces terminaba en el suelo, arrancando carcajadas con sus caídas accidentales. A él no le importaba. Mientras el público riera, todo valía la pena.
Pero lo que más amaba venía después.
Cuando la función comenzaba, tomaba su pequeño banquito de madera y se acomodaba detrás del escenario, entre bastidores. Allí, en la penumbra, con los ojos brillantes de admiración, observaba el espectáculo.
Las luces, la música, los artistas desafiando el límite de lo posible.
Y, sobre todo, su padre.
Elian seguía cada uno de sus movimientos, cada salto perfecto, cada giro en el aire que parecía desafiar la gravedad.
Lo veía cruzar de un trapecio a otro con una precisión que rozaba la magia.
Quería ser como él.
Quería encontrar sus propias alas.
Quería volar.
Una noche de verano, despues de una funcion su padre lo llevó a cenar a un restaurante con balcón al mar. En un momento, cuando la luna se reflejaba en el agua, redonda y majestuosa, como un faro en la inmensidad, Eliam se levantó de la mesa y caminó hasta baranda y sintió el impulso de extender los brazos, como si pudiera planear sobre el océano.
—¿Qué sueñas, Elian? —preguntó su padre con una sonrisa, mientras apoyaba una mano en su pequeño hombro.
Elian tenía apenas ocho años, pero en su corazón ya vivía un anhelo imposible.
—Que tengo alas y puedo volar —susurró con ilusión.
—¿Y a dónde vas?
—A muchos lugares. ¡Uno mejor que el otro! —sonrió con los ojos brillando de emoción.
Su padre rió suavemente, pero en su mirada había algo más.
—Entonces, hijo… aprende a caer.
Elian frunció el ceño. ¿Por qué hablar de caer cuando lo único que quería era volar?
El verdadero arte no está en elevarse —continuó su padre—, sino en saber levantarse después de cada caída.