Memorias de un corazón roto

Parte 2: El primer amor

Con un nudo en el estómago, Elian abordó el avión. Acostumbrado a viajar siempre con sus padres, cambiar la rutina y hacerlo solo le provocaba una sensación de inseguridad. Aunque había cumplido diecisiete, seguía dependiendo de ellos más de lo que le gustaría admitir. La independencia todavía no era su punto fuerte.

El vuelo era largo, más de diez horas encerrado en un espacio reducido. No temía a las alturas, pero la idea del encierro lo ponía ansioso. Se inquietaba al pensar que estaría entre desconocidos, sin poder moverse libremente ni respirar aire fresco. Sin embargo, a pesar de sus pensamientos agobiantes, el viaje fue mucho más placentero de lo que imaginaba. Se sintió cómodo en el asiento, se distrajo con algunas películas, escuchó música y durmió varias horas. Ni siquiera se enteró de las turbulencias que sacudieron el avión durante algunos minutos.

Cuando despertó, no faltaba mucho para aterrizar en suelo italiano. Se levantó para refrescarse y luego desayunó algo ligero que le ofrecieron las azafatas. Una vez en tierra, buscó sus valijas y se dirigió a tramitar los últimos detalles de su ingreso al país.

El aeropuerto estaba colmado de gente y Elian se sintió como una pequeña hormiga en medio de una selva. Aunque Gioia le había dado instrucciones, todo le resultaba confuso.

Avanzó siguiendo a un grupo que se dirigía hacia la salida y, para su alivio, antes de cruzar la puerta escuchó una voz familiar.

—¡Benvenuto, Elian! —saludó Gioia, acercándose con una sonrisa y acompañado por su secretario.

Al verlo, Elian le devolvió el gesto con un cálido abrazo.

—¡Grazie! ¿Come sta? —respondió, complacido por el reencuentro.

—¡Tu italiano ha mejorado! —comentó Gioia con una sonrisa—. Vamos, tienes que contarme todo sobre el circo.

Mientras caminaban hacia el estacionamiento, Gioia le preguntó por sus padres, el jefe y la situación del Circo Clown.

Elian respondió con noticias positivas, aunque confesó que extrañaría el escenario. Llevaba diez años sobre él. Cambiar de ambiente le resultaba tan emocionante como aterrador.

—No te preocupes, Elian —dijo Gioia—. Si la competencia no es para ti, puedes retirarte. Lo importante es que te sientas cómodo y ganes experiencia. Si no lo logras, llámame y te iré a buscar.

—Lo haré, pero espero no tener que hacerlo. No quiero desperdiciar esta oportunidad.

Esa noche, Gioia lo invitó a quedarse en su casa en Perugia. Una mansión sencilla y cálida, usada por él en su juventud. Allí, una ama de llaves les preparó una cena típica italiana, que Elian disfrutó muchísimo. Luego de un baño, se fue a dormir agotado y habló brevemente con sus padres antes de apagar la luz.

A la mañana siguiente, se levantó temprano para desayunar. Gioia le había advertido que debía estar listo para ir al campus donde pasaría los próximos meses. Fue su secretario quien lo llevó en coche.

El campus era inmenso. Con pistas de atletismo, canchas deportivas y varios edificios divididos según las habilidades artísticas. En un sector estaban los gimnastas, como Elian; en otro, músicos y cantantes; y en otro, aspirantes a comediantes.

Elian se sintió intimidado. No conocía a nadie y temía no caer bien. Pensaba que habría artistas más talentosos que él. Con su valija en mano, avanzó entre el grupo de chicos que buscaban sus lugares. Algunos lo saludaron con una sonrisa, lo que le dio un poco de confianza.

Los primeros días se mostró reservado. Algunos compañeros creían que, por su apellido y su color de cabello, era ruso. Al contarles que venía de otro continente, muchos dudaron de su capacidad. Recordó entonces las advertencias de su padre: en una competencia, no todos buscarían el bienestar colectivo, algunos intentarían desestabilizar a otros para obtener ventaja.

Al principio le molestó, pero luego decidió ignorar los comentarios y confiar en sí mismo.

La primera ronda eliminatoria fue individual. Elian presentó una rutina del Circo Clown y pasó a la siguiente etapa. Fue un momento de satisfacción, sobre todo al ver cómo algunos de sus críticos bajaban la cabeza.

A los pocos días, algunos de ellos se le acercaron para proponerle formar pareja en la competencia final. Aunque al principio fue escéptico, decidió darles una oportunidad. Pronto, se formó un grupo de amigos con quienes compartía clases y momentos libres. Comenzó a disfrutar de la experiencia.

En una de esas salidas, mientras esperaba a sus compañeros en un bar, notó una chica de cabello rubio recogido en una coleta y ojos verdes que lo observaba con una sonrisa divertida.

Sus ojos se encontraron.Y fue como si el mundo se detuviera por un instante. Ella no apartó la mirada. Él tampoco.

Una sonrisa tímida se dibujó en los labios de la chica mientras se acercaba a él con pasos seguros, como si el destino hubiera planeado ese encuentro desde el prinCipio.

—No deberías mirar así a una desconocida —bromeó ella, con una chispa de diversión en los ojos.

—Tampoco deberías hablarle a un desconocido con tanta confianza —respondió con una media sonrisa

—Entonces solucionemos eso —extendió su mano—. Soy María.

-Elian. -El simple contacto le aceleró el corazón.

Era absurdo. No la conocía de nada. Pero la conexión era innegable.

—Te vi en la competencia —dijo ella, sin soltar su mano de inmediato—. Eres increíble.

Elian sintió un calor extraño subirle por el cuello.

—¿Sí? No recuerdo verte entre los competidores.

—Soy gimnasta. También clasifiqué a la siguiente fase —explicó, con una sonrisa traviesa—. Pero lo mío no es el trapecio… todavía.

Elian arqueó una ceja.

—¿Todavía?

María se encogió de hombros, con una mirada llena de complicidad.

—Tal vez necesite un buen maestro.Elian rió suavemente.

—Si buscas a alguien que te haga volar, llegaste a la persona correcta.

—Eso espero —respondió ella con un brillo especial en los ojos.




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