Elian estaba en casa, sentado frente a la computadora, con la página de la aerolínea abierta. Sus dedos descansaban sobre el mouse, a punto de hacer clic en la confirmación de la compra. Faltaba solo un paso para asegurarse de que él y María emprenderían juntos ese nuevo comienzo.
El sonido del teléfono rompió la tranquilidad de la habitación.
No le dio importancia al principio. Pensó en ignorarlo y seguir con su tarea, pero algo en su pecho lo inquietó.
Cuando miró la pantalla, el presentimiento se convirtió en un nudo en el estómago. Era el padre de María.
—¿Hola?
Al otro lado, el hombre no habló enseguida. Solo se escuchó una respiración entrecortada, errática, como si las palabras le dolieran demasiado.
—Elian… —la voz finalmente emergió quebrada—. María tuvo un accidente. Ella… está en el hospital.
Elian sintió que el mundo se detenía. Su pecho se encogió de golpe, sus pulmones parecieron olvidar cómo respirar.
—¿Qué dijo? —preguntó con un hilo de voz, sin atreverse a mover un solo músculo.
El silencio que siguió fue peor que cualquier respuesta.
De pronto, la habitación se volvió opresiva. El teclado, la pantalla, la confirmación de los pasajes… todo perdió significado.
Se puso de pie tan rápido que la silla cayó hacia atrás con estrépito, pero ni siquiera lo notó. Salió corriendo de la casa, su mente en blanco, su cuerpo guiado por una sola desesperación: llegar al hospital.
El trayecto fue un borrón. No sabía si había cruzado calles con el semáforo en rojo, si alguien le había hablado en el camino. Solo recordaba el latido salvaje de su corazón golpeándole las costillas y el sabor amargo de la ansiedad secándole la boca.
Cuando llegó, sus ojos buscaron con urgencia, hasta que vio al padre de María de pie en el pasillo, con los hombros caídos y el rostro desencajado por el llanto.
Elian frenó en seco. No necesitó escuchar. El dolor en la mirada del hombre le dijo todo lo que su corazón se negaba a aceptar.
—No… —murmuró, sintiendo un vértigo insoportable.
El padre de María negó con la cabeza, como si él tampoco quisiera creerlo.
—Lo siento… —sollozó, con la voz rota.
Elian sintió cómo el suelo se desvanecía bajo sus pies. Un dolor lacerante le recorrió el pecho, como si algo lo destrozara por dentro. Su respiración se volvió errática, su visión se nubló. Y entonces cayó de rodillas.
Se cubrió el rostro con ambas manos, pero las lágrimas se abrieron paso sin control. Un grito ahogado se formó en su garganta, el nombre de María escapó de sus labios, desesperado, suplicante, pero el vacío le devolvió el silencio.
María no respondería, y el mundo, tal como lo conocía, se hizo añicos a su alrededor.
Elian permaneció de pie, intentando controlar las pulsaciones que se habían desbordado por la intensidad de las emociones, pero no había forma de calmarlas. Aún quedaba lo más difícil por enfrentar: decirle adiós a María.
No recordaba con claridad cómo logró llegar hasta la casa de los padres de ella. Al abrirle la puerta, lo recibieron con un abrazo que terminó por desarmarlo. Lloró como un niño entre sus brazos, sin contención posible, compartiendo un dolor que se sentía demasiado grande para ser llevado en soledad. Nadie tenía respuestas, solo preguntas suspendidas en el aire. ¿Por qué todo había cambiado tan de golpe? ¿Cómo se atravesaba un vacío así sin caer en la desesperación?
Hasta entonces, Elian jamás había asistido a un velorio. Y el primero en su vida fue el de la persona que más había significado para él en el último tiempo. María había sido su amor, su compañera, la inspiración con la que había construido un futuro imaginado, lleno de promesas compartidas y sueños por alcanzar. Pero todo se había esfumado de un solo soplo, cruel e inesperado. El destino, caprichoso e implacable, le había arrebatado lo más preciado sin explicación.
Durante la ceremonia, las palabras de consuelo del cura no lograron alcanzarlo. Sentía que ninguna frase podía aliviar ese tipo de pérdida. Aunque al principio se había negado a asistir al entierro, Gioia lo convenció de hacer un último esfuerzo, de despedirse con respeto. Así, con el alma hecha trizas, Elian se ubicó en la primera fila del cementerio, observando cómo la tierra comenzaba a cubrir el ataúd, entre lamentos y susurros que el viento helado se encargaba de arrastrar lejos. A nadie le importaban las palabras del rito. Lo único que deseaban, todos por igual, era que María regresara.
Que alguien, de alguna manera, rompiera el hechizo de aquella pesadilla.
Pero la realidad era inquebrantable.
Una mano se posó en su hombro, que no registró quien era. No importaba quién intentara calmarlo. No había consuelo posible.
—Lo siento… —susurró Para que María lo escuchara.
Lo sentía por no haber estado para protegerla, por las palabras no dichas, y por los momentos que nunca vivirían.
Cerró los ojos con fuerza, parano ver como cada puñado de tierra que se acumulaba sobre la tapa era un pedazo de su alma que se hundía con ella.
La despedida fue un quiebre. Elian sentía que nada tenía sentido. Quería despertar y volver a aquellos días cálidos, despreocupados, donde el dolor no lo perseguía. Luchó contra la oscuridad, contra ese pozo que lo llamaba con fuerza… pero estaba tan débil que terminó dejándose arrastrar. La tristeza lo envolvió, y la depresión comenzó a ganar terreno en su corazón.
—Es hora de irnos —susurró Gioia, tomando su mano.Pero Elian no podía. Marcharse significaba aceptar que María ya no estaba, y él aún no estaba listo para dejarla ir.
Las lágrimas se desbordaron silenciosas y ardientes. Todo lo que habían construido en casi un año , todo lo que soñaron para vivir una vida juntos, desapareció en un instante. Y con ello, una parte de él también murió ese día.