Elian nunca había imaginado que volver a casa podría ser dificil.
Las paredes eran las mismas. El aroma a café en las mañanas, igual de reconfortante. El murmullo de sus padres en la cocina, tan familiar como siempre. Pero él… él ya no era el mismo.
El avión había llegado hacía días, pero su alma seguía atrapada en otro lugar. En el cementerio, en la última mirada de María, en todo lo que quedó incompleto.
Permanecía en su habitación la mayor parte del tiempo, las cortinas cerradas, el celular apagado. No soportaba el mundo exterior, la idea de seguir adelante cuando ella ya no podía. Sus padres intentaban acercarse con cautela, como si hablar demasiado alto pudiera romperlo en pedazos.
—Hijo, deberías salir un poco… —sugirió su madre con una dulzura infinita, dejando una taza de té sobre su escritorio.
Elian no respondió. Sus ojos estaban clavados en un punto fijo de la pared, su mente perdida en un torbellino de recuerdos y silencios.
—Elian… —su padre suspiró, sentándose al borde de la cama—. No queremos presionarte, pero no puedes seguir así.
No. No podían entenderlo. ¿Cómo les explicaba que el simple hecho de respirar le dolía? Que cada nuevo amanecer no era un regalo, sino un castigo. Que verlos preocupados solo le agregaba más peso a la culpa que ya lo consumía.
Día tras día, Elian vivía atrapado en una rutina sin alma. No porque quisiera, sino porque era lo único que podía hacer sin pensar. Si se detenía demasiado, la angustia lo envolvía como una niebla densa, sofocante. Y si cerraba los ojos, veía el futuro que había soñado y que nunca llegaría a existir.
Sabía que su madre entraba a su cuarto a abrir las ventanas, que su padre lo observaba desde la puerta con el ceño fruncido, que su familia esperaba algo de él.
Esperaban que mejorara. Que sanara. Que volviera a ser Elian.
Pero ese Elian había desaparecido.
El dolor lo consumía tanto que, incluso al caer la noche, temía dormir. Los sueños se convertían en crueles visitas donde la figura de María se aparecía para acompañarlo… solo para desaparecer al despertar, dejándolo con una angustia aún mayor. En esas pesadillas, le suplicaba que no se marchara, que regresara a la vida. Pero lo único que lograba era despertar jadeando, sofocado por la impotencia de un futuro que se había desvanecido sin sentido.
—Creo que lo mejor es que me mude —dijo un día, con la mirada fija en el suelo. Sabía, aunque nadie se lo dijera, que su tristeza también estaba afectando a sus padres, y no quería arrastrarlos con él.
—Elian, no quiero llevarte la contra… pero en tu estado sería mejor que no estuvieras solo —respondió ella con suavidad, temiendo que la respuesta desatara otra discusión. No era la primera vez que él reaccionaba mal al intento de ayuda.
—Quizá sea justo lo contrario lo que necesito para salir adelante —susurró sin mirarla—. Además, no quiero ser una carga para ustedes. Sé que están preocupados… pero verlos así solo me hace sentir más culpable. No quiero complicarles la vida con mis problemas.
—Por eso… quiero intentarlo. Buscar la voluntad para salir adelante… aunque me parezca horrible seguir viviendo cuando María se fue de una forma tan injusta. —La miró, buscando no su permiso, sino su comprensión. No quería marcharse sin su bendición. Después de todo, sus padres siempre habían estado ahí, y aunque necesitaba distancia, no quería fallarles.
—Viví por ella. Por vos, por tus sueños… y por los de ella. Seguí haciendo feliz a la gente. Eso te va a dar consuelo, estoy segura. Y volvé al Circo Clown. No abandones lo que amas.
Tenía razón. Desde su regreso no había vuelto a pisar el circo. Evitaba cualquier tema relacionado con las acrobacias, o con las competencias en las que había brillado en Europa. Quería fingir que nunca había existido todo eso. Pero, en la soledad de su habitación, muchas veces se preguntó si alguna vez volvería a sentir ese anhelo que lo había llevado a soñar de niño con volar más allá de cualquier frontera. Había llorado a oscuras, temiendo haber perdido para siempre esas alas.
Las palabras de su madre, sin embargo, fueron un pequeño empujón. Tal vez era momento de intentar volver a sentir la emoción que solía correr por sus venas al subir a un trapecio.