Naomi lo siguió con la mirada, cautiva por la curiosidad de saber qué haría a continuación, mientras sentía cómo su corazón se expandía en una mezcla de alivio y admiración. Era la segunda vez que lo veía convertirse en su héroe. La primera había sido durante aquella función, cuando él —sin saberlo— le había enseñado que se podía soñar en grande, que arriesgarse por lo que uno amaba era válido, incluso necesario, y que la felicidad a veces requería un salto al vacío sin garantías.
Ahora, sin siquiera conocerla, Elian estaba defendiéndola. Le ofrecía una luz, una oportunidad que ella había creído perdida. Era el faro inesperado que aparecía justo cuando todo parecía derrumbarse.
No supo qué palabras exactas usó para convencer a sus compañeros, pero sí sintió el alivio más dulce cuando él se giró y le dedicó una sonrisa leve, casi cómplice. En ese gesto había una respuesta silenciosa: podía audicionar.
Sus mejillas se encendieron de inmediato, enrojecidas por una emoción difícil de nombrar. ¿Vergüenza, tal vez? ¿Alegría? ¿O era ese amor naciente, tan tímido como inevitable?
Un calor repentino recorrió su cuerpo, devolviéndole el alma al cuerpo tras los minutos de tensión.
Quiso agradecerle, correr hacia él y decirle cuánto significaba esa oportunidad… pero Elian ya se había alejado, sin esperar nada a cambio.
Naomi lo observó mientras se perdía entre bambalinas, sabiendo que su deuda con él había vuelto a crecer.
Le debía dos agradecimientos. Y no tenía idea de cuándo —ni cómo— podría devolverle todo lo que acababa de hacer por ella.
Naomi se quedó sola, de pie en el pasillo lateral del escenario, con el corazón golpeándole el pecho como si intentara abrirse paso hacia afuera. Las piernas le temblaban, no del miedo, sino de la intensidad con la que todo estaba ocurriendo. No había tenido tiempo de prepararse para esa última oleada de emociones: el rechazo, la súplica, la salvación… y Elian.
—Naomi Mattiussi, cuando quieras —anunció uno de los jurados, mirándola con neutralidad mientras se acomodaba en su asiento.
Ella respiró profundo, dio unos pasos hacia el centro del escenario y saludó, con una educación impecable que contrastaba con su temblor interior.
Explicó que venía del interior, que había tenido un contratiempo, que no tenía la planilla ni el permiso consigo, pero que no estaba allí para hacer perder tiempo a nadie: estaba allí para cumplir un sueño.
El jefe del jurado, el reconocido director del Circo Clown, la escuchaba con los brazos cruzados. Parecía evaluar cada palabra, cada gesto. De vez en cuando apuntaba algo en su hoja. A su lado, los otros dos evaluadores la observaban con un dejo de impaciencia.
—¿Y qué piensas de la música? —preguntó uno, justo cuando el interrogatorio comenzaba a parecer un juicio.
—Que lo es todo —respondió ella sin titubear—. La música nos permite viajar, alejarnos de la realidad, expresar lo que sentimos. Nos permite llorar, reír, sanar. Si no existiera la música… el mundo sería triste.
Esa respuesta no solo fue apuntada en la planilla. Fue grabada en la memoria de Elian, que observaba desde el fondo, apoyado contra una columna con los brazos cruzados y los ojos ligeramente entrecerrados. Algo en su pecho se removió, como un eco.
—Muy bien —dijo finalmente el director—. ¿Qué canción trajiste?
—Kokoro no kisetsu —contestó Naomi.
—Es la quinta vez que la escucharemos hoy. Vas a tener que convencernos de que valió la pena quedarnos.
Las palabras podían sonar frías, pero Naomi no las tomó como una amenaza.
Sabía que todo dependía de ella. Agradeció una vez más la oportunidad, tomó el micrófono entre sus manos y caminó con firmeza hacia el centro del escenario.Y cuando sonó la primera nota del piano… se transformó.
Su voz no era simplemente afinada o bonita. Era una voz que temblaba en los lugares justos, que se alzaba con fuerza donde debía, que acariciaba y rasgaba el alma a la vez. Una voz sincera. Una voz que no necesitaba más presentación que su emoción.
Naomi no cerró los ojos. Miraba a los jurados, al vacío, al público invisible que imaginaba frente a ella. Su voz se volvía una corriente cálida que abrazaba cada rincón de ese enorme salón. Cantaba con el cuerpo, con las manos, con el alma. Y en cada frase dejaba una parte de su historia.
Cantaba a las estaciones del corazón. Al invierno que hiela el alma y la primavera que la despierta. Cantaba a las derrotas que se vuelven raíces, a los miedos que florecen en valentía. Cantaba a la niña que alguna vez fue, perdida entre terapias y silencios, y a la joven que ahora se alzaba allí, frente a todos, buscando su lugar en el mundo.
Desde su asiento, Elian sintió cómo algo se quebraba por dentro. Era un nudo en la garganta, sí, pero también una grieta en el muro que había levantado alrededor de su dolor. María no se desvanecía con esa canción. Su recuerdo seguía allí, intacto, como una sombra suave al borde de la memoria. Pero, por primera vez desde su muerte, no dolía como antes. Ya no lo arrastraba hacia la oscuridad.
La voz de Naomi era como una luz cálida que atravesaba el invierno de su alma. No pretendía reemplazar nada. Solo estaba allí, iluminando, despertando. Le recordaba que el amor no se muere con la pérdida, y que la pasión —la verdadera pasión— nunca desaparece, solo duerme… hasta que algo, o alguien, la despierta.Y en ese instante, lo supo con claridad: Naomi no era solo una postulante más. Era un milagro suave, una nota suspendida en el aire que había llegado para decirle que podía seguir adelante. Que podía volver a sentir. A creer. A soñar.
El jurado no se movía. Hipnotizados, atrapados en la verdad de esa melodía. Y cuando Naomi soltó la última nota, un silencio espeso cubrió el lugar. Era ese tipo de silencio que nace del respeto. De la emoción contenida. De lo que no puede expresarse con palabras.
Naomi bajó el micrófono con las manos temblorosas. Miró hacia el fondo del salón.Y Elian… la miraba también.No con sorpresa. No con lástima. Con una mezcla de admiración, gratitud y algo más profundo. Algo que ni él sabía cómo nombrar.