—Gracias, Naomi, por tu presentación —el jefe fue el primero en romper el silencio, aclarando su garganta—. Puedes retirarte. Más tarde te llamaremos para dar los resultados de la audición.—No, por favor. Gracias a ustedes por escucharme. Espero que haya sido de su agrado —Naomi hizo una leve sonrisa y se despidió con una inclinación de cabeza.Elian se quedó inmóvil. Si hubiera tenido el permiso para dar su opinión, ni siquiera habría sabido qué decir. Solo tenía una certeza: ella debía ser la elegida.Sin pensarlo, bajó hasta el asiento donde estaba el jurado y se sentó por detrás, llamando la atención del jefe que murmuraba con sus compañeros.
—¿Qué quieres, Elian? —preguntó sin mirarlo, luego de sentir las insistentes palmadas en su hombro.
—Dígame que la canción de Naomi le hizo sentir algo especial.El jefe lo miró con curiosidad.
—¿Te refieres a esa sensación que se mete en el cuerpo y remueve todas las emociones?
—Exactamente. ¿Qué fue eso? —preguntó Elian, ansioso por saber si pensaban igual.
El jefe soltó una leve risa.
—Más que una persona, creo que tuvimos delante de nuestros ojos a un verdadero ángel.
Elian sintió un nudo en la garganta. No podía haberlo dicho mejor.
—¿Va a contratarla?—Elian, eso no lo puedes saber todavía —el coreógrafo lo chistó.
—Debemos evaluar otros factores —agregó su compañero.
—Espero que no se equivoquen. No creo que volvamos a escuchar algo igual.
El jefe suspiró y le dio un leve pellizco en la mejilla, como si aún fuera un niño.
—Ve a fijarte si ya se hizo de noche, Elian.
Elian suspiró con resignación y salió directo a recorrer los alrededores en busca de Naomi. Pero ella ya se había ido.
Se detuvo en el balcón con vista al mar y dejó que el viento despeinara su cabello. Se preguntó si Naomi había sido un ángel que había bajado del cielo para sanar su corazón y ahora había desaparecido.
Esperaba que no. Necesitaba verla otra vez. Felicitarla darle las gracias por hacerle sentir, por primera vez en mucho tiempo, que aún había algo dentro de él que podía salvarse.
Cuando Elian llegó a casa, lo invadía una punzante sensación de culpa. No haberle regalado un aplauso a Naomi lo carcomía por dentro. Su interpretación había sido mágica, inolvidable. Pero el silencio que le devolvieron fue frío, injusto, casi cruel. Todos se habían quedado atónitos, sí, pero eso Naomi no lo sabía. Y probablemente, se había marchado pensando que no había sido suficiente.
Frustrado, se dejó caer sobre la cama. Cerró los ojos, buscando en su mente el eco de su voz. Allí estaba, tan dulce y poderosa como en el escenario. La sintió cerca, tan cerca, que por un segundo creyo que si estiraba los brazos podía abrazarla. Y en ese abrazo, sumergirse en la calidez que le había devuelto el alma.
El corazón comenzó a latir con fuerza, como si también quisiera hablar, recordarle que seguía vivo. Las lágrimas volvieron, pero esta vez no las rechazó. Las dejó fluir. Cada gota lavaba una herida, cada sollozo callado aligeraba el peso del duelo. Era como si, al fin, pudiera soltar la pena que le había tenido encerrado desde la muerte de María.
Abrió los ojos y observó el techo, apenas teñido por la luz anaranjada del atardecer. Apretó los puños sobre su pecho, haciendo una promesa silenciosa: iba a volver a vivir. A mirar el mundo con los ojos nuevos que Naomi, sin siquiera saberlo, le había prestado. Iba a recuperar la pasión por lo que hacía, por lo que era. Porque si ella había logrado llegar hasta ahí, arriesgándolo todo, incluso siendo rechazada de entrada, el no tenía excusas para seguir escondido.