Memorias de un corazón roto

Parte 18: Una amiga

El aire olía a pasto recién cortado y a brisa marina. Naomi cruzó el sendero que conectaba la gran carpa con los edificios residenciales, su valija rodando detrás como un eco de su antiguo yo. A cada paso, una mezcla de vértigo y felicidad le recorría el cuerpo.

Frente a ella, los edificios del complejo se alzaban como refugios luminosos. Eran modernos, de tonos claros, con ventanas amplias y balcones desde donde colgaban plantas o ondeaban toallas secándose al sol. A la izquierda, un patio verde estaba lleno de movimiento: acróbatas elongaban al compás de una música suave, una joven lanzaba mazas al aire en una coreografía hipnótica, y un chico practicaba saltos sobre una cuerda tensa. Todo era vida, arte, disciplina y juego.

Naomi parpadeó.

¿Realmente iba a vivir allí?

—¡Naomi! —La voz del jefe la sacó de su ensueño. Estaba de pie junto a la entrada de uno de los edificios, acompañado por una chica de cabello castaño claro y ojos vivaces—.Quiero presentarte a alguien muy especial. Ella será tu guía en esta nueva etapa.

La joven dio un paso al frente con una energía arrolladora.

—¡Hola! Soy Amelie, ¡y me encanta cuando llega gente nueva! —dijo con una sonrisa tan grande que Naomi no pudo evitar sonreír también.

—Un gusto… —alcanzó a decir, justo antes de que Amelie la envolviera en un abrazo breve pero cálido, como si ya fueran viejas amigas.

—Lo dejo en tus manos, Amelie —intervino el jefe—. Naomi, si necesitas algo, no dudes en pedírmelo. Y otra vez: bienvenida. —Con una última sonrisa, tomó la valija de Naomi y se la entregó a Amelie—. Te espera un nuevo hogar.

Subieron dos pisos por una escalera abierta, decorada con macetas y pequeños murales pintados por los propios artistas.

En la puerta del departamento B, Amelie le tendió un manojo de llaves con un llavero de estrella brillante.

—Te doy el honor de que la abras —dijo con un guiño cómplice.

Naomi respiró hondo y giró la llave. Al abrir, una bocanada de aire fresco y salado la envolvió.

El interior era pequeño, pero acogedor. Una sala luminosa con un sillón gris claro, una mesa ratona de madera clara, una cocina integrada y, al fondo, un ventanal enorme con salida a un balcón desde donde se veía el mar. El cielo celeste y el movimiento calmo de las olas parecían saludarla.

—¡Tiene una vista hermosa! —susurró, como si temiera que hablar en voz alta rompiera el hechizo.

—Y eso no es todo —agregó Amelie, empujando una puerta a la izquierda—. Aquí está tu habitación.

El cuarto era sencillo: una cama individual cubierta por un edredón blanco, un escritorio junto a otra ventana, una pequeña biblioteca vacía y un placard. Naomi dio unos pasos y acarició el borde de la cama como quien toca algo sagrado.

—¿Todo esto es para mí?

—Todo tuyo. Puedes decorarlo a tu gusto. Poner luces, dibujos, plantas, lo que quieras. ¡Mirá el mío y te vas a inspirar! —dijo entre risas.

Naomi no respondió de inmediato. Se sentó al borde de la cama, y su valija cayó suavemente a su lado. Su mirada recorrió cada rincón, como intentando grabarlo todo en su memoria.

Por primera vez en mucho tiempo, sentía que pertenecía a algún lugar.

—¿Todo bien? —preguntó Amelie, sentándose a su lado.

Naomi asintió. Luego, sin saber por qué, se rió bajito.

—Es que… esto es más de lo que esperaba. Me siento… en casa.

Amelie le dio una palmadita en la pierna.

—Y eso que aún no probaste la comida del comedor —dijo con una sonrisa—. Te va a encantar.

Las dos rieron, y fue en ese instante cuando Naomi sintió que acababa de ganar algo que no tenía desde hacía mucho: una amiga




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