Memorias de un corazón roto

Parte 26: Conexión

Naomi se detuvo frente a la puerta del departamento de Elian con el corazón latiéndole con fuerza. Había caminado todo el trayecto intentando convencerse de que era solo una cena, pero ahora, de pie allí, se preguntaba si de verdad podia ser mucho más que eso: el inicio de algo que la ilusionaba y la asustaba al mismo tiempo.

Respiró hondo, se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y levantó la mano para tocar el timbre. En cuanto lo hizo, el sonido de pasos del otro lado la sobresaltó. La puerta se abrió y allí estaba él.

Elian la recibió con una sonrisa amplia, sincera, que lo hacía parecer más joven y luminoso que nunca. Llevaba una camisa blanca arremangada y un delantal que todavía conservaba alguna mancha de harina. Naomi no pudo evitar reír suavemente al verlo así, tan distinto a la imagen impecable que siempre mostraba en el circo.

—Llegaste justo a tiempo —dijo él, apartándose para dejarla entrar—. Estaba a punto de darme por vencido con la pasta.

—¿Pasta? —Naomi arqueó las cejas, divertida—. Eso suena serio.

—Ya lo verás —respondió con un brillo travieso en los ojos.

El departamento de Elian la sorprendió: no era grande, pero estaba lleno de detalles cálidos, una mezcla entre orden y vida cotidiana. Había plantas cerca de la ventana, fotografías de espectáculos pasados y libros apilados en una repisa. El aroma a salsa recién hecha impregnaba el aire, envolviéndola en una atmósfera acogedora que la hizo sentir extrañamente cómoda.

Él la guió hacia la mesa, que había preparado con sencillez pero cuidado: dos platos, copas de vino y una vela encendida en el centro. Naomi sintió un leve rubor subirle a las mejillas. Era un gesto pequeño, pero cargado de intimidad.

—Wow… esto no se ve nada improvisado —comentó, intentando sonar natural.

Elian rió bajo mientras se quitaba el delantal.

—Prometí que no sería nada raro. Y bueno… —alzó los hombros con modestia—. Quería que fuera una noche agradable.

Naomi lo miró por un instante, percibiendo la mezcla de entusiasmo y nervios que él intentaba disimular. Y su corazón dio un vuelco al reconocer que ambos estaban atravesando lo mismo: esa extraña y hermosa sensación de estar compartiendo un momento que, hasta hacía poco, parecía imposible.

Naomi dejó su bolso sobre una silla y, en lugar de sentarse de inmediato, se acercó curiosa hacia la cocina. Elian había dejado la sartén aún sobre el fuego más bajo y una olla con pasta ya lista sobre la mesada. El aroma a tomate fresco y albahaca llenaba el ambiente, tan intenso que la hizo cerrar los ojos un instante, como si quisiera grabar en la memoria aquel perfume.

—Así que… ¿pasta? —preguntó, inclinándose un poco para espiar el contenido de la sartén.

—Spaghetti caseros, con salsa de tomate y un toque de vino —respondió Elian, con cierta modestia, revolviendo con la cuchara de madera—. Nada demasiado elaborado.

Naomi sonrió, divertida, y comentó en voz baja:

—Si mi mamá viera esto, se pondría orgullosa.

—¿Orgullosa? Eso me genera presión… todavía falta probar cómo quedó -arqueó una ceja, entre intrigado y nervioso.

—No, no —Naomi negó enseguida, agitando las manos—. Con este aroma y la pinta que tiene esa salsa, es imposible que no sea deliciosa.

Elian la observó de reojo, notando la sinceridad en sus ojos, y esbozó una media sonrisa.

—Hablas como si fueras una chef. Muy exigente con la comida, ¿eh?

Naomi soltó una risa ligera, encogiéndose de hombros.

—No soy chef, pero… cuando tienes una mamá italiana, aprendes a distinguir un buen plato casero desde lejos.

—Claro, Mattiudsi… ahora lo entiendo todo —dijo, recordando su apellido con un brillo juguetón en la mirada—. El helado, la pasta… llevas la sangre italiana del buon mangiare -apoyó las manos en los bolsillos, inclinando apenas la cabeza hacia ella.

—Quizás… no lo sé del todo —murmuró Naomi, encogiéndose de hombros con timidez. Como si quisiera pasar de largo, dejó la frase en el aire, sin explicar más.

Elian no la interrumpió. Había en esas palabras una grieta suave, una sombra que no necesitaba ser descifrada en ese momento. Se limitó a mirarla con calma, dándole espacio, como si su silencio fuera una forma de decir: te escucho igual.

El calor de la cocina y el aroma de la salsa lo envolvían todo, pero entre ellos había algo más, una tensión ligera, casi imperceptible, que hacía que cada segundo compartido pareciera distinto.




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