Memorias de un corazón roto

Capítulo 35: Hechos el uno para el otro.

El día de la práctica general llegó con una mezcla de ansiedad y expectativa en el aire. El circo entero vibraba distinto: era la primera vez que cada número se mostraría en su versión completa, con luces, música y la coordinación de todo el equipo.

Para Naomi, era la primera vez que participaba en algo así. Caminaba entre bambalinas con las partituras repasadas en su cabeza, sintiendo cómo el corazón le golpeaba con fuerza. Había ensayado sola, había practicado con Elian en pequeños momentos, pero ahora… ahora tendría frente a ella a todo el circo, evaluando lo que haría. ¿Estaré a la altura? ¿Podré llenar esta carpa con mi voz? ¿O pensarán que no soy suficiente?

Respiró hondo, recordando las palabras de Elisa: “Confía en tu voz. Ella sabe el camino”.

Elian, mientras tanto, no podía ocultar su propia ansiedad. Desde el costado de la pista, mientras ajustaba los guantes de su traje de acrobacia, lanzaba miradas al escenario, impaciente. No era un debut para él, que había vivido decenas de prácticas generales… y, sin embargo, esa jornada la sentía distinta. Porque no esperaba solo volar, esperaba descubrir qué sucedería cuando la voz de Naomi lo acompañara en el aire. Quería comprobar si lo que había sentido aquella vez en la audición —ese estremecimiento profundo que lo devolvió a la vida— había sido casualidad, o si realmente ella era capaz de convertirse en su musa.

El presentador dio la señal y la música comenzó.

Al principio fue solo un murmullo de cuerdas y piano, suave, etéreo, como un susurro. Naomi cerró los ojos un instante y dejó que las primeras notas brotaran de su garganta. Su voz era clara, cristalina, con un timbre que parecía acariciar el aire. Cantaba con un estilo delicado, casi angelical, donde cada palabra parecía flotar, elevarse, hasta colarse en lo más profundo de quien escuchaba.

Elian dio el primer salto al trapecio justo cuando Naomi tomó un agudo prolongado. Y en ese instante, lo entendió: no era él quien marcaba el ritmo del acto, era ella. Cada vibración lo rodeaba como un hilo invisible que lo sostenía en el aire, dándole la certeza de que no caería. Era como si cada nota lo empujara un poco más alto, como si sus giros y acrobacias nacieran de la melodía misma. En lugar de luchar contra el vértigo, se abandonaba a él, confiando en la música de Naomi, que lo envolvía, lo guiaba y le recordaba que aún sabía volar.

Elian se impulsó con fuerza en el trapecio, elevándose hasta lo más alto de la carpa. El aire le rozaba la piel mientras la voz de Naomi se expandía, clara y poderosa, llenando cada rincón. No era él quien dictaba el ritmo: era ella. Cada nota parecía marcar el instante exacto en que debía saltar, girar, abrir los brazos al vacío.

Naomi, desde el centro del escenario, no era solo una cantante: se movía con la música, con un vaivén sutil que acompañaba cada vibración de su voz. Sus manos se alzaban como si quisieran alcanzarlo en el aire, y sus pasos, aunque pequeños, seguían la misma cadencia de sus acrobacias. Era como si estuvieran bailando juntos, aunque separados por la distancia

El contraste era perfecto: la fuerza y el vértigo de su cuerpo en el aire, entrelazados con la suavidad de su canto, que transformaba cada movimiento en algo mágico. No era solo sincronía, era destino. Como si ambos hubieran estado unidos desde siempre, esperando ese instante para encontrarse en un mismo escenario. Sus miradas se buscaban entre salto y nota, y en cada coincidencia brillaba la certeza de que no estaban creando algo nuevo, sino recordando una unión que ya existía, silenciosa, desde mucho antes de conocerse. Naomi era el aire que lo sostenía, y Elian la melodía que daba sentido a su voz.

El silencio que envolvía a los demás artistas no era de simple respeto: era fascinación. Algunos tenían la boca entreabierta, otros apenas se atrevían a respirar por miedo a romper el hechizo. Lo que presenciaban iba más allá de un ensayo. Era como si la pista del circo hubiese sido testigo de un pacto invisible entre dos almas que habían nacido para encontrarse allí, bajo las luces, entre trapecios y melodías.

—Mamma mia… —murmuró uno de los músicos, incapaz de apartar la vista de Naomi.

El jefe, con los brazos cruzados y los ojos brillantes, asintió lentamente. Sabía que el circo siempre había tenido magia, pero esa noche comprendió que había algo distinto: una chispa que no podía forzarse ni inventarse. Elian, que había estado apagado durante tanto tiempo, volvía a ser el artista que todos admiraban, pero ahora con un brillo renovado. Y Naomi… era la razón de ese renacer.

Cuando la última nota se desvaneció y Elian descendió con un giro perfecto, ambos se quedaron unos segundos inmóviles, respirando agitados, mirándose como si lo demás no existiera. El aplauso espontáneo de sus compañeros rompió la tensión, pero en el fondo, ninguno de los dos necesitaba confirmación. Ya sabían que algo muy grande había nacido entre ellos.




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