Metamorfosis

Capítulo 1: Caléndula.

 

Abril, 07. 2014
Frankfurt, Alemania.

 

ISABELLA
 

La Universidad Johann Wolfgang Goethe o como le digo de cariño, Universidad de Frankfurt, es más grande que el dibujo que proyecta folleto; duh, obvio que lo es, Isabella. ¿Qué esperabas?, ¿una maqueta diminuta?

Hace un par de horas terminé el registro en control de estudios y obtuve la llave de la residencia: Edificio Gamma, piso 10, el último. Papá vino conmigo para ayudarme con la mudanza cosa que agradecí en el alma por dos razones: uno, prácticamente fui obligada a venir y dos, no me siento anímicamente estable para iniciar tan pronto desde cero.

Se supone que Mason y yo íbamos a hacer esto juntos, ese era el plan que nos trazamos al inicio del último año. Es una pena que las cosas no hayan resultado; a medida que avanzo las lágrimas empiezan a quemar en la parte posterior de mi garganta. Doy un alto a mi andar y opto por darle una segunda vuelta a la bufanda que llevo puesta; me la obsequió cuando cumplimos dos meses de relación. Detesto penar en que la vida es tan efímera como los copos de nieve que caen sobre mis hombros.

Blanco, lo único que veo a mi alrededor es hielo. El calentamiento global y los hoyos en la capa de ozono han vuelto el clima inestable con el paso del tiempo; es decir, estamos a finales de marzo y, aunque la primavera ya debería haber hecho acto de presencia, el invierno sigue arropando las carreteras, colinas y arboles desnudos. No me disgusta. Pese a que crecí en Ámsterdam adoptamos la costumbre de visitar a países tropicales en vacaciones y terminé por acostumbrarme al sol.

Las playas de Bali golpean brutalmente mis recuerdos, necesito volver, ahora.

—Sube esta caja mientras voy al por las demás —ordena mi padre con una sonrisa áspera. Asiento. —Llama a tu madre y muéstrale la habitación.

El elevador parece mejor opción, pero no me ayudará a quemar las calorías que ingerí mientras venía de camino. Después de correr y quedarme sin oxígeno, el piso 10 es un sueño. Las paredes son color blanco hueso, alfombras rosas y columnas jónicas revestidas con trepadoras artificiales que arropan el cielo raso. Asimismo, mi habitación, la 101, tiene una vista preciosa al lago congelado; tres camas individuales, muebles ultramodernos y bombillas incandescentes incrustadas al techo. Al cabo de unos minutos, mi padre arriba con el último cargamento, le pido que me ayude para dejar todo en su sitio, accede a regañadientes. En menos de 40 minutos mis pertenencias están organizadas.

Damos una vuelta por el campus, no hay mucho que ver: nieve en cantidad industriales, casquetes de hielo alrededor de los ladrillos de terracota y pinos, muchos de ellos. Caléndula parece el establecimiento perfecto para entrar en calor o empezar de nuevo. Como buen caballero, mi padre abre la puerta para mí; y, tal vez suene cliché, pero en el instante que traspaso el umbral de la puerta, el tiempo se detiene.

Como hija de una empedernida diseñadora de interiores, reconozco con facilidad el estilo escandinavo del lugar. Repisas de madera rústica, encimeras de roble pulido, sillones de cuero, almohadones de lana de oveja. Velones altos y semillas de pino coml centros de mesa. El empedrado de la chimenea se eleva hasta el techo y, junto a ella, la mesilla donde nos sentamos. Hay una vista completa del lago, también de las pinturas conexas al Ragnärok nórdico. Es tan enigmático, misterioso y fascinante como el chico que acaricia la cabeza del golden al otro extremo del Café.

Siempre he sido fanática de los lugares acogedores y este sin duda es uno de ellos. Está vacío, quizás se debe a que son las tres de la tarde; una camarera recoge nuestra orden. De veras espero que se dé prisa porque muero de hambre. Los ojos interesantes del joven se anclan a los míos momentáneamente; tarareo Paradise de Coldplay con disimulo.

—Linda, ¿cuándo empiezan formalmente las clases?

—Estamos a lunes, ¿no? —el asiente—, los de primer año iniciamos el próximo lunes. Esta semana es inductiva y, además, habrá un recorrido por el campus.

—Cómo te sientes con lo de… ya sabes… Mason —titubea. Para él no es fácil hablar de mi ex novio. —Soy consciente que no debe ser fácil para ti porque planearon esto juntos.

—Papá —digo en señal de reproche. Al mismo tiempo, escondo el rostro detrás de las palmas de mis manos—. ¿No acordamos que no hablaríamos más de esto? Mason quedó en el pasado, ¿entiendes? Ya no importa. Estoy bien con eso.

Sus irises azabache reposan sobre mí de manera silenciosa; me hizo bloquear el dolor de la pérdida y siente orgullo de ello.

—Ambos sabemos que no lo estás. Escucha, yo… —Happy de Pharrell Williams empieza a sonar en el bolsillo de su pantalón y doy por finalizado el intercambio de ideas. —Es Kovacić, debo atender —comunica lo obvio mientras desbloquea la pantalla del celular.

Conversar con Trevor es imposible. Como dueño de la cadena de floristerías más grandes de Holanda y varias sucursales alrededor del mundo; le importan más los números en su cuenta bancaria que el estado emocional de su única hija. Dylan Kovacić —croata de 32 años— es su socio más joven. Un súper bombón he de decir, pero demasiado superficial para mi gusto.

La camarera nos, quiero decir, me trae la orden porque estoy sola. Al ver la bandeja los ojos se me salen del rostro: pan tostado con queso derretido y jamón de pavo, una jarra de chocolate caliente y una ración de churros bañados en arequipe. ¡Gloria! ¡escucho el coro de los ángeles! ¡Aleluya! Debo parecer desesperada porque prácticamente trago sin masticar. La mirada del chico sigue incomodándome, pero las ganas de comer eclipsan todas las siluetas a mi alrededor.

De un momento a otro, el perro ladra con efusividad y corre hasta mi mesa; ¡oh no!, ¡mis tostadas no! Creo que me robará el almuerzo, sin embargo, solo se limita a escudriñarme desde la alfombra. Es precioso, lleva puesto un cardigán crema tejido que cubre hasta la mitad de las patas y la placa ovalada pendiendo del collar naranja me indica el nombre: Jafar. ¡Que ternura! Ladea la cabecita cuando siente que me quedo mirándolo.




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