Las opiniones eran en verdad divididas. Había muchísimos actos ruines y de bajeza, pero, al mismo tiempo, la respuesta del pueblo era de total solidaridad, algo nunca visto en otra parte del mundo.
Ometéotl fijó su atención en el colegio Enrique Rébsamen. En la parte alta de un edificio, habían escrito: “Retírate helicóptero. ¡Retírate! Silencio”. Era de entenderse, los rescatistas se partían el alma buscando sobrevivientes, levantando sus puños en alto cada que una esperanza de vida era escuchada y, sin embargo, en el cielo había una gran cantidad de helicópteros de la policía, la milicia y sobre todo de noticieros que cubrían la nota desde el aire.
Y aún con todo y ese letrero, un reportero de la empresa Televisa subió a un helicóptero para cubrir la noticia de los rescates en ese colegio desde el aire. Los dioses hundieron sus caras entre sus manos con frustración al ver al sujeto llevando ruido a donde se rogaba guardar silencio, y si no derrumbaron su helicóptero no fue porque se tentaran el corazón, sino porque no querían que este se fuera a estrellar contra alguna zona de rescate.
―Padre, debemos decidir ahora ―insistió Anshar―, este sábado estaremos a 23, el día en que se supone que Nibiru debe chocar con la tierra. Según nuestra agenda, hoy debe encenderse el volcán Popocatépetl.
―Déjenme ver de nuevo a la gente ―ordenó Ometéotl. Los dioses enfocaron diferentes puntos de rescate y la respuesta seguía siendo la misma: una persona tras otra, yendo a ayudar como pudieran, las manos de los mexicanos se unían para salvar las más vidas posibles.
Muchas personas estaban siendo sacadas con vida después de tantas horas atrapadas bajo los escombros, los soldados al fin se incorporaban entre los brigadistas, ayudando a sacar a los sobrevivientes.
Los centros de acopio estaban abarrotados, no había uno solo en que no hubiera cada vez más víveres, era tanto lo que se estaba recolectando, que estaban teniendo que pedir a las personas que pararan, pues ya no había lugar para más en algunos de estos centros.
Y entonces vieron un detalle que conmovió incluso a los dioses belicosos. Ancianos, indígenas, personas humildes que apenas tenían para sí mismos estaban yendo a donar para ayudar a la gente en apuros.
Y no solo eran ellos, cerca de los edificios derrumbados, llegaron vendedores ambulantes con tamales y tacos al pastor para regalar a los brigadistas, quienes terminaban cansados y hambrientos de sus labores.
―¿Se dan cuenta de la diferencia entre estos ambulantes y los grandes empresarios? ―comentó Tezcatlipoca―, compañías multimillonarias no están regalando nada, al contrario, se están aprovechando para vender más, con anuncios de “por cada producto que me compres, yo donaré uno más”, además, lo hacen para deducir impuestos.
―Y estas personas que viven al día de sus pocas ventas ―dijo la diosa Ixchel, conmovida―, no ponen condiciones, simplemente regalan la comida y ya.
Como esos ambulantes, muchos otros llegaban a ofrecer lo que tenían planeado vender en el día. Y de los rescatistas, ¡ni hablar! Ellos no perdían las fuerzas, continuaban unidos, esforzándose por los suyos.
Pero de entre todos ellos, había uno que parecía llamar la atención de quienes lo rodeaban. Un hombre de 32 años, moreno, un poco robusto, nadie que pareciera demasiado importante, pero que, de algún modo, captaba la atención de los demás.
―¿Quién es él? ―preguntó Ometéotl.
―Es Francisco Rodríguez, padre ―respondió Ixchel―, uno de los bebés milagro del 85.
―¿Bebés milagro?
―En el sismo de 1985 ―explicó la diosa―, hubo un derrumbe en el hospital general de la zona centro. Al igual que hoy, los rescatistas se esforzaron por salvar vidas, entre los escombros encontraron bebés recién nacidos. Ellos sobrevivieron a horas de abandono, sin abrigo, alimento ni agua. Y este hombre es uno de ellos.
―Y paga su deuda ayudando a los niños del colegio Rébsamen ―dijo Pachamama con la voz descompuesta―, ¡vamos, padre! No me puedes decir que esto no merece otra oportunidad.
―Antes de dejarse llevar, vean esto ―Mictlantecuhtli, Ares y Shinigami, señalaron a un rescatista en el tren subterráneo.
―Justo a eso nos referimos ―Coatlícue lo observaba, esperanzada―. Este hombre está exhausto, puso su propio equipo de rescate, pero no le importó dar tiempo y dinero con tal de salvar vidas.
―¿Crees? ―Ares esbozó una sonrisa de sorna―. Ahora vean aquí.
El dios de muerte sintonizó al congreso, donde algunos senadores y diputados hablaban de qué alegatos podrían serles útiles para negarse a donar de los gastos de campaña, algunos otros hablaban de donar el 5% de su sueldo mensual para acallar a las multitudes. Otros simplemente descansaban en sus curules.