22 de junio del 2017.
Mi abuelo —al igual que la familia de Santiago —, era de esas personas de pensamientos machistas. Él creía que la mujer no debía estudiar ni trabajar para gusto propio, que su lugar estaba en el hogar, sirviendo en todo a su marido.
¿Heredar una mujer? Hasta el asunto le causaba gracia, una herencia era solamente para los hombres, pilares del hogar.
Al tener a Samantha, las cosas cambiaron un poco, pues ella era la niña de sus ojos, aunque seguía pensando lo mismo sobre algunos temas. Hasta cierto día en que su hijo le presentó a su pareja, Maya la cual de improvisto le anunció que estaba embarazada y que iba a ser abuelo de una dulce niña.
Mi abuelo se encariñó conmigo —más que mi padre, debo decir —, yo pasaba las vacaciones de navidad, las pascuas y el verano con él. Y los días en que yo me encontraba en Manzanillo, me mandaba postales todos los días, y dulces cada semana, así como portarretratos hechos con conchas del mar.
Todo el mundo —incluidos mi madre y Ben —, decían que Samantha y yo éramos sus niñas.
Él murió cuando yo tenía diez años. Ese fue el pero día de mi vida, fue mi primer corazón roto. Incluso para la hacienda, pues un silencio lúgubre estuvo por días, después de su muerte.
Oliver —mi padre —en secreto estaba feliz, pues él ya tenía la edad suficiente para escuchar el testamento y cuál fue su sorpresa al escuchar que mi abuelo me dejaba la mitad de sus tierras, a mi tía una cuarta parte, y el resto para él.
Aquel hombre que dijo alguna vez, que una mujer no debía heredar, les dejó la mayor parte de sus posiciones a su única nieta y a su hija.
Siempre sentí un sabor amargo en los labios cuando tuve edad para comprender el testamento, pues me sentía mal por tía. Ella merecía la mitad, no solo la mitad de la parte que compartía con Oliver.
Mi madre me explicó que ella ya estaba al tanto del testamento de su padre. No se molestó por los motivos que le dio: no quiero que al morir Cecelia quede desamparada, Oliver no va a tener piedad de ella.
Mi padre odia tocar ese tema, y por lo visto nunca se lo platicó a su esposa. Es obvio, es su ego dañado. Todos tienen su mejor carta bajo la manga, y la mía ha sido la mejor que he usado en mi corta vida.
Susana ya se encuentra trabajando en la casa grande después de aquella pelea. Y ya han pasado dos días en los que mi padre no me ha comentado nada. Ana no le ha dicho nada del pequeño enfrentamiento que tuvimos.
Unos aullidos me sacan de mis pensamientos, bajo por las escaleras del jardín y corro al lugar de donde provienen. Veo a Santiago golpeando con un trozo de madera a un labrador negro que no deja de aullar.
Sin pensármelo dos veces tomo una piedra más grande que el puño de mi mano y la arrojo. Le doy en un brazo. Una exclamación de dolor brota de sus labios, el perro de inmediato se acerca hacia mí en busca de refugio.
— ¡Idiota! —le grito con enojo —. El pobrecillo no deja de temblar —le digo sin dejar de acariciar al pobre labrador.
— ¿¡Por un estúpido animal me golpeas!? —se frota el brazo mientras hace una mueca de dolor —. Estás loca de remate.
—Me voy haciendo un muy buen juicio sobre ti —abrazo al animal —, y créeme que no es muy bueno que digamos.
— ¿Solo por golpear un animal?
—Que comes que adivinas.
—Supongo que tampoco eres amante de las corridas de toros —se atreve a decir.
— ¡Por supuesto que no! —le respondo indignada, él suelta un bufido.
—No lo tomes tan a pecho, solo es entretenimiento.
—Ellos no son tu entretenimiento, y mucho menos tú arte —lo miro fijamente —. Y tampoco son tu saco de boxeo —señalo al pobre animal que se encuentra detrás mío.
—Por favor, son animales.
—Quien es malo con los animales —tomo al perro y lo recuesto en el césped —, no puede ser buena persona.
—No solo eres feminista, sino que también eres defensora de los derechos de los animales —resopla —. Sí que eres todo un caso.
—Tienes suerte de que no vaya a denunciarte.
— ¿Y a mí por qué? —me mira sorprendido.
—Violencia animal —apunto al pobre perro —. Eso se castiga en México.
—Eres increíble —murmura entre dientes —, y no lo digo como un cumplido.
—Tú sí que sabes cómo tratar a una dama.
—Es difícil cuando esa mujer no se comporta como una.
— ¡Púdrete! —me retiro frustrada.
¡Genial! ¡Simplemente genial! Yo sirvo para cagar mi estancia aquí en tiempo record.
Debo disculparme con él, no porque lo sienta del todo, sino porque realmente necesito un amigo aquí. Pero como toda orgullosa no me animo a dar el primer paso. Él debería hacerlo.
— ¡Lia! —grita mientras me toma del brazo. Me sobresalto, nunca nadie me había llamado de esa manera antes —. Lo siento.
— ¿Sientes qué? —evito mirarlo. Sobre lo de tener un amigo aquí, ya me lo estoy pensando.