Mi corazón en laberintos

Prefacio: Mudanza

A todas las personas que han pasado por mi vida, porque sé que cada uno de ustedes ha tenido un papel fundamental en quien soy hoy, les dedico este libro.

     ―Elizabeth, prepara tus maletas, ¡nos mudamos! ―exclamó Jessica, mi malvada madrastra.

Se untaba una asquerosa mascarilla verde, luego de una larga conversación telefónica con su nuevo novio, el millonario número diez, Richard Collins.

¡Aishh! Era tan frustrante verla y no poder llamar yo a mi mejor amiga también. Extrañaba tanto a Jen.

No sabía qué esperar exactamente con esta nueva mudanza, solo sabía que no sería nada bueno. Nunca era nada bueno. Estaba harta de Jessica y su hijo Leonard, un maldito loco con delirios de grandeza. Deseaba conseguir mi independencia lo más pronto posible porque no la soportaba más. Era la típica madrastra perversa que se aprovecha de su hijastra a su antojo.

A veces, incluso, llegaba al punto de desear renunciar a todo e irme a vivir debajo de un puente. Lo único que me mantenía sobre mis pies era la herencia que me había dejado mi padre, ya que de eso dependería el futuro de la fundación de mi madre fallecida, Monique Vollet. Solo tenía que esperar un año más y podría hacerme cargo de mi herencia, porque estaba segura de que existía una herencia. Podría hacer tantas cosas. Regresar a San Diego con mis amigos, mis angelitos, era mi mayor ambición.

Luego de tantas mudanzas, había decidido no volver a deshacer mis maletas. ¿Qué caso tenía? Había estado en tantas ciudades en tan poco tiempo, que ya me era imposible contarlas. Una vez incluso estuvimos cerca de viajar a Londres; por suerte, Jessica y aquel inglés del bigote rompieron antes de que llegara el día de la mudanza. Y según había escuchado a mi madrastra cantar en la ducha, el siguiente destino sería Denver.

El día de la mudanza, como si la tortura no fuese suficiente, mi hermanastro con excesivo narcisismo decidió asomar sus narices muy temprano en mi habitación, vestido con su ridículo pijama de los Looney Toons.

     ― ¡Lizzieeeeeeeee!

     ― ¿Qué quieres, Leonard? ―pregunté fastidiada y un tanto adormecida―. Ya te he dicho que no entres a mi habitación sin tocar, o más bien no entres y ya está.

     ― ¿En qué piensas? En mí, ¿cierto? ―dudó echándose a mi lado en la cama.

     ―Leonard, ya supéralo―casi le supliqué, rodando fuera de mi cama―. Te he dicho un millón de veces que no estoy enamorada de ti y nunca lo estaré―declaré con firmeza.

Jamás habría podido fijarme en un chico como él, que abusaba del gel de cabello para hacerse ese peinado nerd que le quedaba tan espantoso. Y lo peor es que ni siquiera era inteligente.

     ―Ya no tienes que ocultar tu amor por mí, Liz―aseguró levantándose.

Lo miré con mala cara. Detestaba que me llamaran Liz, lo odiaba con todo mi ser. No tenía una explicación clara del por qué, simplemente no me gustaba y ya.

     ―Leonard…olvídalo.

Preferí dejar el asunto. Ya había hecho esto mil veces antes y sabía que, aunque le dijera mil cosas, no se rendiría hasta sentirse ganador absoluto de la discusión.

     —Bueno, ya me voy a empacar―anunció tan eufórico que cualquiera pensaría que acababa de ganarse un millón de dólares―. ¡Ya quiero llegar a Denver! —se regocijó dando saltitos antes de salir de mi habitación.

No entendía por qué le gustaban tanto las mudanzas, ni cómo podía aceptar que su madre saliera con cualquier tipo con dinero. Yo no pude soportar que mi papá se casara con Jessica Peterson; y me destrozó que muriera meses después, dejándome sola con las dos personas más detestables de la Tierra.

Estaba tan cansada de sus noviazgos fugaces, porque todos terminaban en una estúpida mudanza. Esa mujer debía tener algún problema psicológico, o quizás falta de atención.

En cuanto a mí, no me atrevía a hacer nuevos amigos, ni inscribirme a nada serio, porque no sabía cuándo acabaría repentinamente mi tiempo en ese lugar. Denver seguramente sería igual a todos los demás lugares; viviendo como ermitaña en el colegio y esclavizada en casa.

Tenía tantos sueños dentro de mi cabeza, pero ahora mismo tenía las manos atadas. Lo único que podía hacer era resistir y dar lo mejor de mí.

 

 




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