Mi decisión fue Amarte

Amar es recordar y perdonar

Capítulo 2
Amar es recordar y perdonar

La última imagen antes de quedarme en el suelo fue la puerta cerrándose tras ellos.
El silencio era tan denso que dolía en los oídos.
Me dejé caer en el piso del cuarto de mis hijos, entre juguetes regados y almohadas que ya no tenían dueño.
Me arrodillé.
Lloré.
Y el cuerpo, agotado de tanto dolor, simplemente se rindió.

Entonces llegaron los recuerdos.
Como una película en reversa, mi mente regresó al principio.

Al origen de todo.

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Ella no era mala.
¡No! Al contrario… era demasiado buena para mí.
Pero tenía una parte de sí misma que solo emergía cuando ingería ese maldito licor.
Y esa sombra me daba miedo.

La verdad es que yo dependía demasiado de ella.
Tanto, que su ausencia me dejaba vacío cada vez que salía con sus amigas.
No sabía qué esperar después.
Ese miedo fue creciendo, lento… hasta convertirse en ansiedad pero no siempre fue así Al principio todo era diferente...

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Año 2008

Ella fue mi primer amor real.
Antes de conocerla, no sabía que se podía amar así.
Pensaba en ella todo el tiempo.
Incluso en mis sueños, era ella quien aparecía.

La conocí cuando tenía apenas 16 años, durante un curso de verano.
No sabía mucho sobre el amor, pero con ella fue diferente.
Fue rápido. Fue sin pensar.
Simplemente, ocurrió.

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El destino la puso frente a mí.
Recuerdo perfectamente el momento en que aceptó ser mi novia.
No lo podía creer.
Era ella.
Y era para mí.

Ese día caminó hacia mí con una camiseta celeste, jeans azules, zapatillas Converse, y una mochila de un solo tirante.
Su cabello se movía con el viento…
Y cuando cruzó su mirada con la mía…
Lo sentí.
Como una flecha directa al pecho.
Ella había llegado para quedarse.

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Los primeros meses fueron intensos, hermosos.
Toqué el cielo con las manos.
Cuando cumplimos un año, sentía que la conocía de toda la vida.
Era mi complemento, mi otra mitad.
Si alguien me preguntaba qué era el amor, solo debía decir su nombre.

Nada más me importaba.
Ni amigos. Ni fiestas. Ni familia.
Era a ella a quien le entregaría mi vida.
Y así lo hice.

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Acababa de cumplir los 18 cuando me dio la noticia más grande de todas, aunque inesperada a nuestra edad:
íbamos a ser padres.
Sí, la vida iba a cambiar por completo… pero estábamos juntos.
Y eso era suficiente.

El mundo giró.
A veces muy rápido.
Perdí trabajos, cargué con responsabilidades que no sabía manejar, pero nunca estuve solo.
Ella estaba ahí.
A veces solo teníamos un cuarto de 2x3, pero con sus manos entrelazadas en las mías, todo era hogar.

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Y un día, llegó nuestra hija.
La bebé más hermosa del mundo.
Unos hermosos cachetitos mi princesa.
La miraba dormir y pensaba: así se ve la paz.
Ya era papá… y esa palabra me llenaba de una felicidad que no cabía en mi pecho, un motorcito pequeño nos impulsaba a seguir con felicidad.

El cuarto creció, pasó a ser de 3x3, pero para mí era un palacio.
Tenía poco, pero sentía que lo tenía todo.

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Los pañales, los biberones, las cobijas…
Salir con ellas era una aventura.
Éramos una familia.
Pequeña, imperfecta…
Pero nuestra.

El primer año voló.
Nos mudamos a un departamento pequeño, pero era nuestro refugio.
Recuerdo noches donde solo me sentaba a verlas dormir.
Ellas dos.
Mis dos amores.

Hermosos momentos venían a mi mente y a mi corazón.
Y el amor aún estaba ahí…

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Pasaron dos años más, y entonces algo cambió.
Poco a poco pequeñas grietas empezaron aparecer.
En discusiones sin resolver.
En silencios que se hacían largos.
En miradas que antes eran dulces… y luego ya no.

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Y ahora, aquí estoy.
Despertando en el suelo frío de un cuarto vacío.
Recordando cuando todo empezó.
Tratando de entender en qué momento se empezó a romper.

Quizás recordar…
es la única forma que tengo de no perderla del todo.
Y quizás también…
es el inicio de aprender a perdonar.




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