Capítulo 3
"Un nuevo día llego, y apenas me pude levantar mi mente no paraba de pensar. Ese despertar en el suelo del cuarto de mis hijos fue más que una simple caída… fue como si alguien encendiera una luz en medio del desorden. A veces, cuando el presente duele o pesa, los recuerdos regresan sin pedir permiso, trayendo consigo todo lo que creímos haber superado. Así, sin darme cuenta, volví atrás… a ese año en que todo empezó. El 2013. A los días en que tomamos decisiones sin saber cuánto nos cambiarían. Y es ahí donde quiero seguir contándote…
Todo iba muy bien…
Y pensé que la conocía.
Incluso cuando alguien me preguntaba por su carácter o lo caprichosa que podía ser, mi respuesta siempre fue:
“Yo ya la conozco.”
Qué gran mentira.
Hoy sé que uno jamás termina de conocer a una persona.
Era un pequeño detalle, lo conocía… pero no a ese nivel, teníamos diferencias pero no a ese nivel.
Y un día explotó.
Fue la primera discusión.
La primera pelea fuerte.
Resultado: dos heridos.
El culpable: el licor… y la falta de comunicación.
Yo ya la había visto tomada, un poco ebria tal vez…
Pero nunca como esa noche.
Ya no era ella.
Parecía otra persona.
Alguien muy diferente.
Las huellas de esa pelea quedaron marcadas en mis manos.
Aquellos rasguños… son un recuerdo imborrable de nuestra primera guerra.
Desde ese día, algo se rompió en mí.
Mi mente nunca lo olvidó, aunque mi boca dijera que perdonaba.
Y sí, hubo solución… por un tiempo.
Pero volvió a pasar.
Otra vez bajo los efectos del alcohol, otra pelea.
Otra vez las manos que antes se abrazaban… se lastimaban.
La confianza empezó a desmoronarse.
Las reglas que nos pusimos se rompieron.
Y esta vez fui yo quien falló.
Falté a mi hogar por culpa del bendito alcohol.
Y eso solo empeoró lo que ya estaba mal.
Parecía buena idea separarnos, que cada uno siguiera su camino…
Pero no lo hicimos.
Seguimos juntos.
Por inercia.
Por miedo.
O tal vez por costumbre.
Se volvió normal:
Días fallaba yo.
Días fallaba ella.
Y siempre, culpábamos a la botella.
Fueron tantas peleas…
Que el amor pareció haber desaparecido por completo.
Pero había una cláusula que ninguno se atrevía a romper:
la fidelidad.
Acordamos que si uno de los dos era sorprendido en un acto de infidelidad…
sería expulsado del hogar y esa sería la única regla que haría que nos separemos si la rompíamos.
Así lo pactamos.
Vivíamos entre ruinas emocionales.
Nuestros corazones estaban muy dañados.
Y aunque ante las cámaras disimulábamos con sonrisas y abrazos…
nuestra relación ya se había ido al carajo.
No sé cuántas peleas fueron en total.
Pero puedo decir con certeza que hubo una que nos puso los pies sobre la tierra, o hacíamos algo por nuestra familia o esto prácticamente llegaba a su final.
La sabiduría de algunas personas mayores nos ayudó.
Nos impulsaron a buscar ayuda profesional.
Y así llegó la terapia de pareja.
Recuerdo perfectamente lo que dijo la psicóloga en la primera sesión:
“Ustedes díganme si de verdad van a luchar por su relación y su familia… o mejor no me hagan perder el tiempo.”
Duro.
Directo.
Quizá fuera de lugar.
Pero fueron las palabras que necesitábamos escuchar.
Los meses siguientes fueron difíciles.
Cada tarea, cada ejercicio… era un reto emocional.
Pero el tiempo pasó.
Y la terapia terminó.
Crecimos.
Aprendimos.
Nos entendimos como nunca antes.
La dedicación que cada uno ponía en su parte del proceso…
era la prueba de que aún queríamos luchar por nuestra familia.
Pasaron los días…
Y ambos cambiamos tanto, que a veces ya no recordaba cómo empezó todo.
Ese sentimiento, ese fuego poco a poco se volvió a encender y crecía poco a poco una vez más
Ahora, era momento de dar un paso más:
formalizar lo que habíamos reconstruido.
Vivíamos juntos, ya varios años pero no estábamos casados, ni civil ni por la iglesia.
Y ese sería nuestro siguiente tema a resolver.
Nuestra siguiente etapa como pareja.