Mi decisión fue Amarte

Cuando el mundo se detuvo

Capítulo 7

Cuando el mundo se detuvo

Cuando inició la pandemia del coronavirus, estábamos justo a la mitad de un gran negocio. Nuevas oportunidades se abrían ante nosotros y las metas que habíamos trazado parecían, por fin, estar al alcance de nuestras manos. Todo iba mejorando. El 14 de marzo de 2019 fue el último día que salimos de casa: pagamos las cuotas de nuestros préstamos y realizamos algunas compras. Yo tenía la esperanza de que la cuarentena no duraría más de quince días. Me equivoqué.

Al principio, pasar más tiempo juntos —ella, yo y nuestros hijos— fortaleció aquellos lazos familiares que a veces estaban enredados y otras, demasiado frágiles por la rutina y las obligaciones. A pesar del miedo que reinaba en los primeros días, nos mantuvimos firmes, pacientes, con fe en el mañana. Enfocarnos en nosotros nos ayudó a madurar y a conocernos mejor. Fue una oportunidad inesperada para reconectar.

Pero no todo podía ser tan simple. Con el tiempo, el dinero comenzó a escasear y la desesperación tocó la puerta. Yo no podía permitir que mi familia pasara hambre. Tenía que actuar. Así que, junto a mi esposa, nos reinventamos: empezamos a vender algunas cosas y a confeccionar mascarillas. Su apoyo fue vital. Me sentí más enamorado que nunca. Salíamos juntos a cualquier lugar donde hubiera una oportunidad de negocio o trabajo. Algunos meses fueron un sube y baja, pero nuestra relación se mantuvo fuerte.

Superamos la primera parte de la cuarentena como equipo. Recuperamos cosas que antes no valorábamos: compartir un amanecer, un almuerzo tranquilo, una tarde de películas. Pasar más tiempo con nuestros hijos también abrió la puerta a conocer sus particularidades. Ser padres y esposos al mismo tiempo, aprender y crecer juntos... fue una de las pocas cosas buenas que nos dejó la pandemia.

Cuando el mundo empezó a regresar a la normalidad, el dinero volvió a ser un asunto urgente. Más aún con los bancos exigiendo pagos por aquellos meses de “descanso” entre comillas. Nos apretaban con fuerza. Tuvimos que vender varias pertenencias para no perder nuestra fuente de trabajo. El transporte escolar se detuvo, y empujados por la necesidad, cada uno tuvo que salir a buscar nuevas formas de ganarse la vida.

Yo empecé a trabajar en una imprenta. Salía de casa a las 8 a.m. y regresaba a las 8 p.m. Casi no veía a mis hijos. Vivía con el temor constante de contagiarme y llevar la enfermedad a casa. Cada siete días —el tiempo en que se suponía que aparecían los síntomas— era una batalla mental.

A mi esposa le fue un poco mejor. Su trabajo era online, lo que trajo algo de estabilidad. Sin embargo, algo en la iglesia me decepcionó. Como todo era por Zoom o por webcam, el internet terminó siendo un arma de doble filo. Empecé a distraerme, a cuestionar cosas, y sin darme cuenta, mi vida espiritual se fue enfriando. Me alejé de Dios... y con ello, fui alejando a mi familia también. Intenté resistir con mis propias fuerzas, pero era imposible.

La situación económica tensaba cada conversación. El estrés, los horarios, el cansancio... todo empezó a abrir pequeñas grietas en nuestra tranquilidad. Ya no era tan fácil ser buenos esposos y buenos padres. Además, sabíamos que otras personas nos miraban como un ejemplo a seguir, y eso solo añadía presión.

Y así seguía pasando el tiempo... hasta que llegó un acontecimiento que terminó de aflojar los tornillos que sostenían, apenas, nuestra estabilidad: la boda de mi cuñada. Nunca imaginé que un evento tan esperado por todos se convertiría en el punto de quiebre de muchas cosas. Aquel día, sin saberlo, abrimos una puerta que sería casi imposible de volver a cerrar.




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