Capítulo 11:
No sabía cómo empezar, así que dejé que hablara mi corazón.
—Gracias por aceptar hablar conmigo hoy —dije, con voz temblorosa—. Primero... quiero volver a pedirte perdón. Perdí el control y me arrepiento profundamente de todo lo que pasó aquella noche.
Ella no respondió. Solo miraba por la ventana, como si yo no estuviera ahí. Su silencio parecía decirme que ya todo estaba dicho... pero sus ojos me gritaban otra cosa.
—No puedo dejar de pensar que todo esto se pudo evitar —proseguí, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Me reprocho no haber encontrado otra forma de solucionar nuestros problemas...
Tragué saliva. El nudo en la garganta era insoportable.
—Ya no puedo más —suspiré—. Esto me duele mucho. No quiero perderte... ¡te amo! —exclamé—. Te necesito. No sé vivir sin ti...
Las lágrimas empezaron a brotar sin permiso. Y entonces creí escuchar un susurro: “Ya no te amo…”
¿Acaso escuché mal?
El tiempo se detuvo. Todo se volvió borroso.
—¿Entonces esto es un adiós? —alcancé a murmurar.
Ella intentó mirarme, pero mis palabras se quedaron atrapadas en mi pecho.
—Tengo miedo… —dijo con un hilo de voz—. Mírame… mírame a los ojos —reclamó.
Y por fin, nuestras miradas se encontraron.
—¿Cómo pudiste…? Has roto mi corazón —dijo, y rompió en llanto.
—Soy culpable —repliqué de inmediato—. Perdóname, por favor...
El silencio se apoderó de nosotros. Por un momento pensé que ya se había dicho todo. Entonces callé a mi corazón y dejé que hablara mi cabeza.
—Está bien... —dije con firmeza, aunque por dentro me desmoronaba—. Entonces se acabó. Nos vamos a divorciar.
Otra vez, el dolor me estrujó el pecho, pero ya lo había dicho. El aire se volvió espeso. Ella susurró algo más, pero al final no dijo nada. Fueron los segundos más largos de mi vida.
Mi cuerpo reaccionó sin pensarlo. Mi corazón me empujó y, de pronto, la abracé. Lloramos juntos. Las siguientes palabras no las guardé en mi mente… sino en mi corazón.
No estábamos listos para firmar nuestro adiós.
En silencio, aquella noche nos besamos. Y la vida me regaló una bocanada más de oxígeno. Sentía como si estuviera en el fondo del mar, viendo la luz desvanecerse. Mi existencia se apagaba… hasta que una sirena mágica apareció para salvarme en el último instante.
Cuando abrí los ojos, por un momento creí que todo había sido una pesadilla. Pero no… aún estábamos ahí, sentados, abrazados.
—Emma… —dije, y ella me respondió al fin:
—No sé qué hacer. No sé cómo perdonarte. No sé cómo remediar todo esto... —su voz temblaba—. Lo único que sé es que también… aún te amo. Y no quiero que esto se termine así.
Me quedé sin palabras. Entonces, sin darnos cuenta, dos pequeñas siluetas aparecieron en la puerta de su nueva casa. Nuestros hijos. Habían salido a buscar a su mamá porque tardaba.
Se acercaron al carro y, al vernos, nos miraron con duda. Pero también… con una sonrisa.
—Todo está bien —les dijimos—. Lo estamos solucionando, no se preocupen.
Cuando volvieron a entrar, su inocencia nos recordó lo que realmente importaba. Y la pared de hielo que nos separaba... se rompió por completo.
Emma me confesó que apenas recordaba lo que había pasado aquella noche. Lo sentía como una película incompleta. En el fondo, sabía que yo no era así. Me dijo que, al despertar en la casa de su tía, se asustó.
--Creí que me había vuelto a quedar bebiendo,
Hasta que vio el golpe en su rostro. Ahí comprendió que algo más grave había sucedido.
Su familia le contó cómo llegó: llorando, con el rostro herido, diciendo cosas confusas. Con lo que ella narró, sumado a las pruebas físicas, yo era el culpable. Todos querían ir a buscarme. Pero ella... aún dudaba de lo que realmente había pasado.
Entonces me preguntó lo que yo recordaba de esa noche. Y se lo conté todo.
A medida que hablaba, su memoria fue llenando los espacios vacíos. Nuestra hija mayor también le había mencionado algunos detalles. Aunque para otros fuera difícil de creer, Emma comenzó a comprender. Sin embargo, su familia, acompañando su dolor, decidió actuar. Como no habíamos podido hablar antes, la acompañaron a ponerme la denuncia en la estación de policía.
En ese momento lo recordé... y el miedo me invadió de nuevo.
—¿Qué puedo hacer ahora? Ni siquiera debería estar aquí…
Ella tomó mi mano con delicadeza.
—No te preocupes demasiado. Yo me encargaré de eso.
Ya era tarde. Aquella noche no solucionamos todo, ni llegamos a un acuerdo definitivo. Pero de alguna forma… hicimos las paces. Nos despedimos con un compromiso: en los próximos días hablaríamos con más calma, más tiempo… y menos orgullo.
La tregua había comenzado. Y aunque mis expectativas eran grandes, también debía ser realista. Aún no sabía cómo terminaría esa semana.
Pero el primer paso… ya se había dado.