Tregua...
Capitulo 12
Sostuve la respiración por un instante mientras me alejaba de su nuevo hogar. Habían alquilado un pequeño departamento cerca de la casa de su familia. Me fui despacio, con el presentimiento de que alguien podía estar observándonos. Cuando estuve cerca de mi casa, me detuve frente a la puerta por unos minutos, sin hacer ruido. Solo pensé: ¿Y ahora en qué lugar me deja todo esto?
A pesar de haber hecho las paces… y de ese beso, sentía que tenía más preguntas que respuestas. Pero si algo estaba claro, era que no podía rendirme.
Esa noche, antes de acostarme, recibí un mensaje de ella. Me decía que los niños estaban felices de vernos hablar nuevamente. Pronto acordamos una nueva reunión. Con el pasar de los días, empezamos a acercarnos poco a poco. No hablábamos mucho, pero sí nos escribíamos al inicio y al final del día. Mis hijos comenzaron a visitarme con más frecuencia. El primer fin de semana, ella los trajo. Fue hermoso compartir con ellos: reímos, fuimos al parque, hicimos una pijamada viendo películas hasta que se durmieron. Me quedé observando sus rostros dormidos... eran dos angelitos que me daban fuerza para seguir.
El siguiente día fue más duro. Mi hija mayor enfermó y pasé toda la noche a su lado, bajándole la fiebre. Al día siguiente, regresaron a casa de su madre. Era extraño... a veces se quedaban conmigo, otras con ella. No me molestaba, pero mi casa se había quedado vacía. Y en esas noches solas, los viejos demonios volvían a visitarme.
Volví a la casa de mis padres. Pensé que sería una buena idea… pero me equivoqué. Sus vidas habían cambiado y yo ya no encajaba.
Una noche, ella me llamó. Estaba asustada. Sus nuevos vecinos hacían mucho ruido, y tras quejarse con el dueño del lugar, una mujer se pasó la noche golpeando su puerta y amenazándola. No había podido avisarme antes: el departamento no tenía buena señal. Al día siguiente me permitió visitarla. Fui para ver si el lugar era seguro para mis hijos. No lo era. Era un sitio oscuro, pequeño, sin ventanas, sin señal. Me sentí impotente, pero como habíamos hecho una tregua, ella no me permitía intervenir. Esa noche no pude dormir, era un lugar terrible, y con su nuevo trabajo, los niños estarían solos gran parte del día.
Decidí negociar con ella. Le dije que ese lugar no era adecuado para nuestros hijos, que quería ayudarla a encontrar algo mejor. Fue difícil convencerla, pero pronto la estaba ayudando a mudarse a un departamento más amplio y seguro. Comenzamos a llevarnos mejor, aunque todavía no lo suficiente. A veces recordaba lo sucedido y volvía a cerrarse, con rabia, con dolor. Yo solo trataba de mantener la paz.
Con su nuevo trabajo, los niños comenzaron a pasar más tiempo conmigo en casa de mis padres. En una de tantas charlas, me lanzó exigencias que me sorprendieron: quería que buscara ayuda profesional, un psicólogo. Decía que yo estaba obsesionado con ella, que no podía confiar de nuevo, que necesitaba tiempo para sanar. Me sentí herido, confundido, no entendía por qué todo el peso de la culpa estaba sobre mí. Le había pedido mil veces que dejara de beber, sí, pero me equivoqué al reaccionar así. Aun así, ahora ella tenía el control, y yo... nada.
Desesperado, busqué ayuda. Varios psicólogos coincidieron: yo solo no podía cambiar esta situación. Ella no quería ir a terapia; decía que, si acaso, lo haría más adelante. Los días pasaron y llegó mi cumpleaños. El más triste de mi vida cumplí treinta y uno con el alma rota y sin rumbo. Me resigné a este nuevo estilo de vida, pero sabía que no podía pensar solo en mí. Mis hijos estaban sufriendo.
Seguí buscando ayuda. Me enfrenté a dos caminos: trabajar en mi sanidad con algo llamado constelaciones familiares… o regresar a la iglesia, de la cual había salido herido y orgulloso.
Una noche en que mis hijos dormían conmigo, les pedí perdón. Hablamos, lloramos, nos abrazamos. Mientras dormían, los observé una vez más. En todo este proceso me había enfocado en mi esposa, pero no los había puesto a ellos como prioridad. Me sentí devastado, a partir de entonces, me propuse reconstruir mi lazo con ellos: jugar más, conversar, estar presente.
Intentaba también retomar mi relación con ella, pero cada intento era una piedra más en el camino. Ciertas personas me dijeron que no debía regresar con ella hasta resolver nuestras diferencias.
Ella les había prometido a nuestros hijos dejar de beber, pero se negó a recibir ayuda o aceptar la mía. Seguía saliendo aunque con menor frecuencia y cada noche, después de pasar el día con los niños, me despedía de ellos con un nudo en el pecho. Siempre me abrazaban fuerte y les costaba despedirse. Cuando preguntaban si volveríamos a estar juntos, ella respondía: "No será pronto". Y a veces se molestaba si yo insistía.
Empecé a ceder a todo. A cumplir cada uno de sus deseos. A humillarme. Solo quería recuperar a mi familia… pero me estaba perdiendo a mí mismo.
La gente metiche me decía: "Seguro ya tiene otro", "¿Por qué le sigues rogando?", "Haste valorar". Pero yo, bien menzo, seguía arrepentido, buscando su perdón, aunque Los celos nuevamente me devoraban por dentro. Hasta que un día, sin pensarlo más, revisé su celular.
Casi me muero.
Tenía mensajes con su dichosa amiga. Entendi que había salido con alguien. Me sentí traicionado, humillado. Intenté reclamarle, pero antes de que pudiera decir algo, se molestó, lo negó todo y dijo:
"No deberías revisar mi celular. Seguro ahora me vas a pegar. Sabes que esto no va a funcionar." Ese día se molestó mucho y se marcho.
Todo se fue al carajo. No sabía qué hacer. Gritaba en mi mente: ¡Alguien rescáteme!
Mis manos empezaron a temblar y un sudor frío recorría mi espalda no podía pensar claramente.
Había tocado fondo. Pensé quitarme la vida. Pero en el último momento… no pude. Me arrepentí. Me sentí derrotado, roto. Y así, hecho pedazos, regresé al único lugar que alguna vez me sostuvo: