En la vida de Ana, las cosas solían seguir un patrón: si algo no iba bien entre dos personas, tarde o temprano aparecía una tercera que llevaba ese "no va bien" al absoluto y al apogeo. Por ejemplo, en el caso de su esposo, fue su madre, a quien Ana nunca le cayó bien. Y en la historia de la división de su negocio, el abogado de su esposo, que esquivaba todas las leyes como un viejo zorro esquiva trampas. Como resultado, de la empresa conjunta, a Ana solo le quedaron las migajas, y fue precisamente por eso que había venido aquí, consciente de que no soportaría más estar encerrada entre cuatro paredes.
Su hijo y su hija estudiaban y vivían en la capital, así que no se interesaban mucho por los asuntos familiares. Los padres les enviaban dinero todos los meses, y gracias a Dios. Lo demás no era asunto suyo. Así que, al quedarse completamente sola, sin esposo y sin su amado trabajo, Ana decidió irse a los Cárpatos, encontrando un chalet económico y aislado de todo lo civilizado y de los huéspedes.
¿Quién iba a saber que aquí la esperaría una sorpresa así?
Y... la tercera persona en discordia – la nieve húmeda y espesa que en cuestión de minutos convirtió su pequeño coche azul en un montón de nieve y la carretera en una extensión blanca indistinguible del arcén – apareció incluso antes de lo esperado. Con su llegada, quedó claro como el día: ni la seguridad ni la administración vendrían hasta la mañana y hasta que limpiaran la carretera. Además, el coche urbano de Ana no podría avanzar por esos montones de nieve más que hasta el primer bache en el camino.
Ana miraba esa nieve desde la ventana, apretando el teléfono en su mano, y con horror comprendía que, a pesar de su furia contra todo el mundo y contra cada hombre en él, no podía echar a este insolente... parásito, como lo había bautizado mentalmente, a la nieve y al frío. No de noche, al menos.
¿Y marcharse ella?
Bueno... la pérdida de la empresa y el colapso de un matrimonio de 18 años, por supuesto, no eran motivo de alegría. Pero tampoco para suicidarse.
Así que Ana volvió a la habitación, donde su "compañero de cuarto" se había dignado a ponerse al menos unos pantalones y estaba echando leña a la pequeña chimenea en la esquina.
En teoría, el chalet debía calentarse con un aire acondicionado de invierno-verano, pero parecía funcionar tan bien como la seguridad.
Por el trasero.
– ¡Llamé a seguridad! ¡Vendrán y te echarán de aquí! – declaró, levantando la barbilla con orgullo.
– Interesante... – dijo su oponente, pasando una mano libre por su cabello despeinado.
– ¿Interesante? ¿Y nada más? – preguntó Ana, atónita, observando a su compañero de cuarto. Lo único que la consolaba era que parecía demasiado atractivo y no carecía de atención femenina, así que no se le insinuaría. Además, parecía ser unos diez años más joven que ella. Esto lo hacía "condicionalmente seguro" a los ojos de Ana.
Pero su mera presencia allí la irritaba enormemente.
– Interesante cómo pudo decirte eso el guardia, si ayer mismo me rogó que no me quejara de que el aire acondicionado no funcionaba, porque él mismo lo estaba arreglando.
– ¿De verdad? – Ana levantó el teléfono triunfante. – Mira, le llamé. Le dije que había un desconocido aquí. Y ya está en camino.
– Enséñamelo.
Su voz era tan calmada que por un momento dudó. Sin embargo, con confianza le tendió el teléfono. En la pantalla brillaba el número con la etiqueta "Seguridad".
El intruso miró el número en la pantalla del teléfono y... sonrió. Luego sacó su propio teléfono.
– Y aquí está mi llamada de ayer. Al mismo guardia.
Acercó su pantalla. Y allí estaba casi el mismo número – casi. La diferencia estaba en un solo dígito.
Ana se inclinó más cerca. Su corazón se hundió en su pecho.
– No... – murmuró, recuperando su teléfono. – Esto es... Yo...
– Te equivocaste – terminó por ella el insolente. – Probablemente llamaste a algún desconocido, no al guardia.
– ¡Pero él respondió! ¡Dijo que vendría! – continuó con el farol, porque le daba vergüenza admitir su error.
– Quizás todavía está en camino. Pero dudo que sepa a dónde.
Ana se quedó en silencio, sosteniendo el teléfono como prueba de su propia derrota. Mientras tanto, el insolente ya se había acomodado con confianza en una silla junto a la chimenea, se había quitado la manta y se estiró.
– ¿Qué tal un café? – preguntó audazmente, como si fueran viejos amigos y no dos contendientes por el mismo espacio.
Ana maldijo en su mente. Pero en voz alta dijo:
– ¡Vamos con tu café! Pero que sepas que sigo pensando que eres un insolente y un estafador. Te toleraré hasta que llegue el verdadero guardia.
– Lo mismo digo, señora Número Equivocado. – el desconocido sonrió victorioso y se dirigió a la cocina. Parecía que la situación le divertía abiertamente, y eso era su as en la manga, a diferencia de Ana, que ya estaba al borde de la locura antes de su encuentro épico.