Mi dulce limón

Carreras clandestinas

Papá me llamó después del almuerzo para decirme que se le haría difícil regresar a la ciudad temprano, debido a ciertos imprevistos. Esta tarde cuando salí de clases, me esperaba el chofer frente al liceo y en el momento que bajaba las escaleras, observé al granuja de Max sobre una Kawasaki Ninja roja y negra. Se detuvo ante la rampa de salida subiendo los vidrios del casco para mirarme divertido.

Idiota follable. No sé si esa palabra existe o la acabo de inventar.

Me preparo la cena escuchando un poco de música a un volumen bastante alto en el pent-house, ubicado en el último piso con vista 360°, desde donde puedo admirar la ciudad de Caracas distendida en su esplendor con el Ávila erigiéndose orgulloso ante mí, traigo puesto un short corto de algodón y una franela sin mangas, ceñida a mi cuerpo. Amo bailar desde que era pequeña y solía ayudar de catalizador cuando las discusiones en casa tendían a ser apabullantes. Mamá decidió tiempo después, que no necesitaba esas clases absurdas. Fue uno de sus castigos, por no haber logrado lo que me pidió esa vez. Lloré mucho, ¿qué más podía hacer? Papá viajaba constantemente por esos días.

Me deshago de ese sentimiento que amenaza con hundirme.

Flashligth de Jessie inunda la sala, canto con el control del televisor y bailo al ritmo de la música, mientras tengo unas arepas en la hornilla, la música continúa y procedo a batir unos huevos para hacer una tortilla con trozos de jamón de pavo y queso cheddar.

Termino de comer y estoy dejando los platos en el fregadero cuando oigo sonar mi celular desde algún lugar de la casa, algo que logro por la pausa entre una canción y otra. Atravieso la sala corriendo para tomar el celular sobre la mesa del centro, con alegría pues al ser nuevo número mis antiguas amistades ya no se comunican conmigo, así que oírlo repicar es casi un milagro.

—Aló —digo algo exaltada y con la respiración agitada.

—¿Verónica? —en cuanto oigo su voz siento un dolor punzante en la boca del estómago—. Bájale el volumen a la música, no puedo oír nada.

Tomo el control de mando inteligente del departamento y le doy pausa.

—Hola madre —respondo entre dientes.

—Deja de mascullar las palabras Verónica, odio que hagas eso —me reprime.

Y yo te odio a ti, madrecita.

—Lo siento.

—¿Cómo te fue en el primer día de clases? —pregunta y ella cree que yo me chupo el dedo.

Madre querida, conozco tus tretas

—Um… normal —respondo. Vamos mujer ve al grano.

—Necesito que le informes a tu padre que el abogado llevará a su oficina los papeles de la pensión que acordamos para que los firme… —hace una pausa y tuerzo la mirada. Es tan vil y rastrera—. ¡Ah! Y dile que no postergue tanto las cosas.

—¿Algo más? —pregunto con displicencia—. Estoy muy ocupada haciendo la tarea para la escuela.

Nada más, cariño. Puedes hacer lo que sea que estabas haciendo —cierro los ojos con fuerza y me obligo a respirar con calma.

Tras un falso «te quiero», corto la llamada. Me siento de la patada, grito en frustración mientras siento el venir de las lágrimas asomando por la esquina de mis ojos, no necesito mucho para que cascadas parecidas al Salto Ángel corran por mi rostro, es deprimente. Quisiera decirle todo lo que perdí por su culpa, por sus banalidades y su doble moral, que en esta vida no pienso perdonarla, pero solo puedo seguir llorando porque de lo contrario siento que me ahogaré. Limpio una y otra vez cada rastro de lágrimas que rápido son reemplazados por otros.

La casa queda en silencio, solo se oyen los sollozos que salen de mi garganta un tanto apresados. Ahora quisiera dormir hasta que el dolor ardiente en mi pecho cese o se congele para evitarme seguir sintiendo como mi corazón se comprime y convulsiona.

***

—Te pedí una sola cosa. ¿No puedo creer que seas tan inútil y no logres algo tan simple? —mamá está detrás de mí, peinándome frente al espejo de la peinadora.

Gimo de dolor, porque no me peina, más bien jala de mis pelos con rabia. Mis ojos se nublan por las lágrimas.

—No llores. No te he dicho o hecho nada malo —suspira frustrada—. Dios como odio que seas tan sensible. No pareces mi hija —me reprocha como de costumbre.

Sé lo que vendrá tras sus recriminaciones. Nada agradable. Si ella sufre, debo sufrir igual.




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