Mi dulce limón

Punto de quiebre

El resto de la semana pasa sin mucho contratiempo, a pesar de cómo inició la misma con una competencia clandestina y una riña callejera. Los verdugones en la piel de Max se tornan entre amarillo y morado deslustrado. Su labio se deshinchó al igual que el de Sergio y Luigi.

Evité —y lo digo en serio—, cualquier cercanía con Maximiliano. No era mentira lo que me hacía sentir y ha cobrado mayor fuerza durante estos días. Luigi, sigue siendo directo hacia mí, tan directo que comienza a molestarme. Pero tiene ese lado dulce que me hace ser indulgente hasta cierto punto. Hemos ido a cenar y al cine a ver una película en grupo y en el mismo ha visto como colarse «Martica calenturienta», me molesta la forma en como se le insinúa a Max, como sus dedos recorren el contorno de su rostro y lo besa en la mejilla, sin embargo, lo que más me enerva es como él no opone resistencia e incluso parece disfrutar de las atenciones de ella. Pero el punto de quiebre llegó cuando los vi besándose en las escaleras al lado de nuestro salón, que siempre permanecen cerrada.

Había ido allí, para escuchar un poco de música mientras esperábamos por el profesor de física que decidió faltar ese día. Apenas me senté y no me dio tiempo de colocar música cuando fui interrumpida por trémulos murmullos y gemidos provenientes debajo de las escaleras, resguardados de todos. Pues en la planta baja solo quedaban los laboratorios de química y física para cuarto año. Me asomé sobre el barandal con cautela para saber si era cierto lo que escuchaban mis oídos.

***

—Me has hecho mucha falta, tigre —un ronco murmullo precedido de un gemido por placer, me indicó lo que estaba pasando allí abajo.

—Sé lo mucho que te gusta tenerme dentro de ti —esa voz ronca se me hizo conocida y me negué a creerlo.

Agudicé más mi oído, impelida quizás por el masoquismo.

—Si —la chica volvió a gemir—. Oh, fóllame aquí y ahora —con cada palabra había un estremecimiento.

Sentí palidecer ante aquel porno de cuarta categoría que exhibían esos dos.

—Martica, Martica eres todo terreno, ¿no es así? —su voz fue más clara y cargada de una sutil arrogancia.

Expiré aire al escucharlo. Eran ellos. Marta y Max, estaban teniendo sexo en las escaleras. Sentí mis manos hormiguear adoloridas, pues estaba sujetando con tanta fuerza el pasamanos de la escalera que comenzó a dolerme. Mi cerebro estaba recibiendo demasiada información, mis oídos comenzaron a zumbar con un ruido sordo que indicó la falta de oxígeno en mis pulmones, las lágrimas inundaron mis ojos. Recordé aquella vez, aquella cruel escena que ningún niño debería presenciar. Me resistí a ser arrojada a ese recuerdo infausto y cruel. Ha sido una carga sobre mi consciencia.

El hombre, animal por instinto no sabe controlar sus impulsos. Sigue siendo un salvaje frente a la naturaleza.

Llevé de manera inconsciente la mano a mi boca para suprimir un quejido lastimero que se abrió paso por mi garganta, y en el momento que lo hice mis audífonos Bluetooh cayeron al piso de abajo. Hubo unos movimientos y se escuchó el rechinar de un pupitre. No me quedé allí para verlos subir con las ropas descolocadas.

***

Ese día corrí hasta los baños, escondiéndome de la vergüenza y tratando de callar los sollozos que estremecían mi pecho. No tenía porque sentirme tan marcescible, rota y dañada. Aquello que sentía hasta ese momento, era solo atracción, química, algo hormonal. Aun así, no pude evitar sentir que me traicionó, pero más culpable me sentí al haberme traicionado a mí misma. Caí en aquella red viciosa de amar sin ser correspondida.

«El amor es una basura».

Al finalizar la hora de clases, salí como alma que lleva el diablo a mi casa y me encerré allí inapetente por salir si quiera a caminar, como solía hacerlo desde que nos cambiamos al departamento.

Han pasado dos días desde ese encuentro, sé que ellos ignoran que he sido testigo de su apasionado y soez momento, pero no puedo evitar sentir vergüenza, misma que se convierte en rabia cada vez que lo veo con la descarada de Martica.

—¿Principessa? —papá asoma la cabeza por la puerta de mi habitación—. ¿Qué te parece si salimos a cenar?

Lo miro inerte desde mi cama, no quiero moverme. Sigo en esa etapa deprimente, en la que mi corazón a duras penas se recupera a causa del desamor.

«Idiota Maximiliano, en estos momentos te odio».




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