Mi Esperanza En Navidad

CAPÍTULO 2

Observo sin mostrar ninguna emoción las fotos del investigador.

En ellas se aprecia a Sergio – mi marido desde hace cinco años – besándose con una joven de veinte.

– El señor Rivera va por ella todos los días a la hora de la comida – me cuenta el investigador – visitan un hotel cercano y luego la regresa a la que sería su hora de salida en la universidad.

– Por lo que veo mi marido se niega a aceptar que ya no es un jovencito que disfrutaba de sus vicios hasta que tuvo que casarse conmigo.

– Según sé, usted se embarazó después de la graduación y su padre obligo al señor Rivera a responder como hombre casándose de inmediato.

– ¿Investigó mi vida, detective? – pregunté molesta – no recuerdo habérselo pedido –.

– Es parte de mi trabajo conocer cada detalle de la persona a investigar y cuando hice mi labor con su esposo, esa información vino en consecuencia.

– ¡Está bien!, ya puede retirarse.

Aventé un fajo de billetes en la mesa del escritorio y el investigador se fue luego de guardarlos en su saco.

Al quedarme sola volví a mirar las fotos y una sonrisa se formó en mis labios al pensar que finalmente me libraría del malvado de mi marido.

Dos torbellinos entraron corriendo, gritando “mamá”.

Ver a mis hijos siempre me alegra el día sin importar lo terrible que sea y me levanté de la silla con los brazos extendidos para atraparlos en un cálido abrazo que no tardaron en corresponder.

– Miguel ¿por qué persigues a Lucía? – pregunté a mi hijo dándole un sonoro beso en el cachete –.

– ¡Estamos jugando, mami! – me respondió mirándome con esos hermosos ojos color avellana tan parecidos a los de su padre –.

– ¡Es cierto, mami!, ¡no regañes a mi hermanito! – Lucía abrazó a su hermano gemelo y él besó su frente –.

– ¡Mami!, ¿hoy vamos a ir a buscar a mi papi? – quiso saber Miguel –.

– No, mi amor. Hoy mamá debe hablar con Sergio de algo muy importante.

– ¡No, mami! – gritó Lucía – ese señor te lastimó la cara ayer.

Mi pequeña Lucía se puso a llorar y se abrazó a mis piernas cuando la puerta del despacho se abrió de golpe y mi padre entró con una cara furiosa que me atemorizó.

– ¡Saca a los niños!, ¡necesito que hablemos!

– ¡Pequeños!, vayan a jugar con la nana Gloria. Mami tiene que hablar con su abuelo.

Lucía apretó mi falda, pero mi pequeño Miguel consiguió que me soltara y se la llevó.

– ¿Para qué contrataste un investigador?

– Lo contraté porque necesito pruebas contra Sergio, si quiero obligarlo a que me dé el divorcio sin pedir la mitad de mi fortuna.

– Fortuna que te heredó tu madre antes de morir y que sirvió para que por ti misma mantuvieras a esos ilegítimos.

– ¡No les digas ilegítimos! – grité con todas mis fuerzas y mis lágrimas de impotencia resbalaron por mi mejilla – los dos tienen un padre maravilloso.

– Siempre has dicho eso, pero en todos estos años no has sabido nada de él a pesar de pasarte horas buscándolo en las zonas más marginadas de la ciudad.

– Tal vez su nivel de vida mejoró y si es así tengo que dirigir mi búsqueda en otra parte de la ciudad,

– Dudo que un pobretón haya podido ser más de lo que su miseria le permite. Lo que yo creo es que está muerto y si es verdad, esos niños siempre serán unos ilegítimos y en eso tú tienes la culpa. Si hubieras permitido que Sergio los registrara como suyos, nuestras amistades no te habrían excluido hasta el punto de no considerarte parte de ellos.

– ¡Me decepcionas papá!, hace años me obligaste a ir a una preparatoria de pobres para que aprendiera a ser humilde, pero desde que me embaracé, te volviste un intransigente y ahora odias a los de clase baja, ¿por qué?

– Porque llevaste en tu vientre a los hijos de un pobretón, que no tuvo el valor de responderte como un verdadero hombre.

– No lo hizo, porque nunca supo que estaba embarazada. Sé que si lo hubiera sabido, habría sido el primero en tenderme la mano.

– Pues presiento que ya nunca sabrás si eso es cierto. Si no lo has encontrado en cinco años, jamás lo harás y por culpa de esa obstinación, llevaste a Sergio a buscar en otro lado lo que no encuentra contigo.

– Eso no me importa. Tú me obligaste a casarme con él, pero ya tengo en mi poder la llave de mi libertad y voy a aprovecharla para irme con mis hijos a buscar a su papá.

– ¡Has lo que quieras!, de todas maneras, ya no hay forma de que vuelvas a ser la mujer importante que fuiste hasta tus dieciocho años.

Mi padre se fue y yo lo hice enseguida para ir en busca de mis hijos – los encontré jugando al pie del árbol de navidad –.

Mis amados hijos son lo único que me hace feliz y el motivo por el que continúo levantándome cada día.

Cuando supe que venían en camino me asusté mucho, pero con todo y el miedo al qué dirán, bastó con recordar el único momento en el que alguien me hizo sentir amada para que me decidiera a tenerlos.




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