Mi Esperanza En Navidad

CAPÍTULO 3

“Aquel accidente trajo otra desgracia a mi vida… Si antes no te encontré, esta vez me será imposible buscarte… Este nuevo dolor me ha quitado la venda de los ojos… ¡Te amo!, y mi único deseo de navidad, es volver a verte”.

 

El fisioterapeuta me da un masaje en las piernas en un intento vano de que sienta algo, pero no percibo ni su irrespetuosa caricia, que sé que lleva una connotación nada honorable por el brillo malicioso de sus ojos.

– ¡Déjeme en paz! – golpeo su mano para que me suelte y me alegra ver que le dolió –.

– Señora Rivera, este masaje es necesario.

– En primer lugar, no me vuelva a llamar señora Rivera. Tengo seis meses de haber dejado de ser esposa de ese ingrato al que le importó poco abandonarme en ese accidente que me dejó paralítica, y en segundo lugar, estoy harta de su desvergonzada manera de tocarme y por eso le exijo que se vaya.

– ¡Señora, yo no…

– ¡Cállese y salga de mi casa! – alcé la voz para presionarlo a obedecerme y no tardó en demostrar su cobardía –.

El fisioterapeuta se va, y me permito llorar como hago siempre desde que Miguel fue expulsado de la preparatoria.

– ¡Ya no puedo más, Miguel!, sólo una vez estuve en tus brazos y tu recuerdo se quedó grabado en mi alma. El amor por nuestros hijos aún me mantiene fuerte, pero con este accidente me es imposible continuar buscándote y sin la esperanza de volver a verte, todo está dejando de importarme.

Mi llanto se hace grande y cubro mi cara con mis manos por si mis hijos llegasen a entrar a mi cuarto. La puerta al abrirse le da la razón a mi exagerada precaución.

– ¡Mami! – me llama mi pequeño Miguel – ya regresamos de la escuela y queremos contarte cómo nos fue.

– ¡Yo le digo! – ruega Lucía – mami, hoy llegó el nuevo maestro de matemáticas y ¿qué crees?, se sorprendió mucho cuando vio a mi hermanito.

– Sí mami. El maestro dijo que me parezco a él cuando era niño, pero sin las manchas en la piel.

– ¿Manchas en la piel? – pregunté intrigada por ese detalle y lo dicho por ese hombre –.

– Sí – respondió Lucía – tiene una enfermedad que se llama “virgilio”.

– Habrás querido decir vitíligo – me apresuré a alcanzar mi silla de ruedas y le pedí que se sentara en mis piernas – mi amor, ¿cómo se llama tu maestro?

– Se llama Miguel, como mi hermanito.

– ¿Miguel? – susurré con voz temblorosa –.

– ¡Así es, Ingrid! – una voz varonil resonó en el cuarto y mi corazón palpitó de dicha al reconocerla – tu hijo lleva mi nombre.

De inmediato dirigí la mirada hacia el hombre bajito que estaba frente a la puerta.

Debo decir que no ha cambiado mucho. Miguel continúa vistiendo muy sencillo – camisa blanca tipo sport y pantalón de mezclilla color negro –. Su cabello castaño sigue liso, pero con un poco de volumen que lo hace verse mejor que antes. Ya no usa Brackets. Su cuerpo es delgado, aunque ahora tiene musculatura. Sus hermosos ojos avellana han perdido su brillo y la sonrisa que siempre me regalaba tampoco está presente – apenas me está mostrando una mueca –.

– ¡Miguel! – bajé a mi hija para acercar mi silla a él lo más rápido que pude – ¡Dios mío!, ¡por fin regresaste a mí! – le sonreí, sin embargo no cambió su semblante serio – sabes, es irónico que ahora sea yo quién tenga que alzar la cara para poder verte.

Mis lágrimas volvieron a salir de mis ojos, pero esta vez lloraba de felicidad.

Lucía corrió a los brazos de su padre y para mi alegría la recibió con esa dulce sonrisa que me había negado a mí.

– Profe Miguel, ¿verdad que te vas a quedar a comer con nosotros? – le pregunta nuestra hija -.

Mi hijo Miguelito llama su atención jalando su pantalón y enseguida lo carga con su otro brazo.

– ¡Sí se va a quedar, Lucía!... Él prometió comer con nosotros si convencíamos al chofer de traerlo a casa y como cumplimos, también debe hacerlo.

– ¡Me quedaré, chicos!, pero antes me gustaría que me permitan conversar con su mamá… ¿me dan su permiso?

Los niños asintieron enérgicamente y después de que los puso en el piso, los dos salieron corriendo.

Miguel los observó hasta que se perdieron de su vista y mientras estaba absorto en nuestros hijos, me acerqué más y tomé su mano entre las mías.

– ¡Miguel!, no te imaginas cuánto he sufrido por tu ausencia, pero ahora que estás con nosotros, me siento la mujer más feliz del mundo.

– ¿En serio? – su tono burlón me sorprendió, pero más lo hizo la forma ruda con la que se soltó de mis manos – ¡no seas mentirosa, Ingrid!, se bien que te casaste con Sergio después de terminar la preparatoria… él mismo me lo contó hace una semana en la que nos encontramos por casualidad, y aunque no rebeló que los pequeños no eran suyos, bastó con ver a Miguel para saber que es mi hijo y como Lucía tiene su edad, es lógico que también es mía porque son gemelos.

– ¡Claro que son tuyos!... Miguel, has sido el único hombre en mi vida, y a pesar de que nos separamos, te guardé el respeto que te mereces… Sergio sólo fue mi esposo de nombre, ¡te lo juro!




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