—Baja de ahí —señaló Heriberto viendo a Amelia encaramada arriba de la cómoda de su cama. No puede entender por qué se está comportando de esa manera.
La joven mujer apenas acababa de despertar, vio a ese enorme perro pegado a su cara, y sin pensarlo dio un grito saltando arriba de los muebles.
—¡No, llévate a ese monstruo! —gritó señalando al enorme perro negro que no deja de ladrar y mover la cola intentando alcanzarla.
—No es un monstruo, es un terranova, y desde hoy vivirá con nosotros, es tu perro —agregó sonriendo sin entenderla.
El perro ladró, Amelía se echó hacia atrás, cayó del mueble y justo fue sostenida en los brazos de Heriberto. Tenerla así en sus brazos tan cerca lo hizo sentirse nervioso, tartamudeó sin ser capaz de hilar una sola palabra, sin poder controlarse, sintió como el calor se le subió a la cabeza de golpe, lo que provocó que retrocediera con torpeza y tropezó cayendo ambos al piso.
Por un segundo se quedaron tirados en el suelo, mirándose uno al otro, con la mujer encima del hombre. Heriberto se quedó paralizado, no pensaba que algún día la tuviera así de cerca. Pero el perro al verlos quiso unirse a ellos. Dio un salto con fuerzas y ladró. Amelia lo vio, se levantó desesperada, colocó su pie sin darse cuenta sobre la entrepierna de Heriberto, y se impulsó para saltar hacia la puerta, abrirla y correr.
El perro salió detrás de ella, ladrando y corriendo, mientras Amelia grita "¡Te odio, Heriberto Salazar!"
—Joven señor... ¿Se encuentra bien? —le preguntó el ama de llaves al asomarse hacia la habitación, ante todo el alboroto que se escuchaba, y ver al hombre tirado en el piso.
—Creo que... no podré darle descendencia a mi abuelo...
—¿Por qué dice eso? —entró preocupada notando el gesto de dolor en el rostro del joven heredero.
—Esa mujer... acaba de romper... las joyas de la familia...
—¿Cuáles joyas?
Preguntó sin entenderlo, pero no hubo respuesta. Heriberto siente que morirá del dolor, cerró los ojos viendo hasta a sus familiares fallecidos, pero fue devuelto a la vida porque aún no era su hora. La verdad es que está siendo demasiado exagerado, además los gritos de su esposa llegaron a importunar su imaginada reunión con sus respetados difuntos.
—¡Basta, perro malo! —la voz del ama de llaves al fin detuvo al inquieto perro. El pobre animal bajó la cabeza y aulló como si estuviera arrepentido, mientras que Amelia se escondió detrás de la anciana mujer—. Este joven señor, ¿a quién se le ocurre regalarle un perro a alguien que sufre de fobia a los perros?
Suspiró. Todo el dinero gastado en mandarlo a las mejores escuelas para que al final haga cosas en las que parece que no usa su cabeza. Pidió un té para calmar los nervios de Amelia que no se despega de su lado y la siguió hasta la cocina.
No puede evitar mirar al ama de llave con admiración, fue una mujer que con una sola orden calmó a ese demonio negro.
—Siéntese y tome esto —le dijo la anciana entregándole la taza de té.
Amelia suspiró más calmada.
—¿Por qué cuando al fin logro encontrar un hogar gratis, comida deliciosa y gratis, una cama cómoda y gratis, Heriberto tenía que traer un perro para torturarme? —dijo lamentándose y sorbiendo sus mocos ruidosamente.
—Vamos, joven señora, el señor no creo que lo haya hecho con malas intenciones, dice que fue un regalo —agregó pasándole un pañuelo.
—Pero si yo tengo cinofobia... —recibió el pañuelo y se secó las lágrimas—. Usted no sabe lo malvado que es ese hombre de corazón negro, ¿Si quería darme un regalo pudo darme un caballo?
—¿Un caballo? —por qué siente que hubiera sido mejor no preguntar.
—Andar a caballo es sofisticado.
—Qué tonterías... miré entiendo que se siente confundida, el señor Heriberto no es mala persona, tiene esa apariencia de serlo, y que de un regalo por su propia voluntad es algo inusual en él. Creo que el señor a veces es algo...
—¿Idiota? —preguntó sonriendo a pesar de que no deja de llorar—. Hablando de eso, ¿a qué le tiene miedo su joven señor? ¿A los fantasmas? ¿A las palabras largas? ¿A la mantequilla de mani? ¿Al color amarillo? ¿A las barbas?
—Señora, no debería...
—Ya sé, a los ombligos.
La anciana la miró con una expresión extraña.
—¿Miedo a los ombligos?
—El señor le tiene miedo a las arañas —dijo el cocinero que ya preparaba la cena.
La anciana ama de llaves le dirigió una mirada severa al hombre y este se quedó callado siguiendo con su trabajo.
—Señora, no creo que...
—¿Aló? ¿Tienda de mascotas? ¿Cuántas tarántulas tiene disponible? Y que sean de tamaño enorme y...
—Basta, señora —le quitó el teléfono cortando la llamada—, ¿no sería mejor que fuera a hablar con el joven señor? Tal vez él no lo hizo con malas intenciones.
Amelia cruzó los brazos.
—Sigo creyendo que una mejor lección sería colocar varias tarántulas en su habitación y...
—Vamos —dijo tomándola del brazo para que se colocara de pie.
Aun contra su voluntad fue llevada a la habitación de su esposo. Se opone a esta idea, ¿quién en verdad querría hablar con alguien que usaba sus miedos para atormentarlo? Pero, la anciana, sin escuchar sus excusas, apenas abrió la puerta, la empujó al interior y cerró.
—¡Déjeme salir! ¿No se supone que soy la señora de la casa? ¿No debería respetarme?
No hubo respuesta. Bufó y se giró deteniendo su mirada en el bulto bajo la cama. Molesta cruzó los brazos y se acercó.
—¿Te has divertido lo suficiente? —preguntó desafiante—. ¿Te gustaría que llenara tu habitación de arañas para burlarme de tus miedos?
Heriberto, adolorido, abrió sus ojos deteniéndolos en el rostro de la molesta mujer. Nunca había visto un semblante así de serio en su rostro. No pudo evitar mirarla con atención sin pronunciar palabras.
—¿Por qué no hablas? —preguntó alzando solo una ceja.
—... apenas puedo... respirar..., pero, ¿qué... decías con eso... de los miedos? —habló con esfuerzo moviéndose en la cama—. No he jugado... con tus miedos.