Con el elegante y esplendoroso vestido preparado por la diseñadora MonLove la joven mujer bajó las escaleras. No acostumbrada a vestir así ni menos a usar joyas valiosas, se sintió cohibida, más ante la mirada de Heriberto, que incluso dejó caer su teléfono al piso, apenas la vio.
El hombre se quedó ahí parado con la boca abierta. Si Amelia hubiera sido siempre cuidada y querida por sus padres, esa hubiera sido su apariencia habitual, como una elegante y hermosa mujer, fina y refinada.
—¿Luzco tan mal para mirarme de esa forma? —le preguntó preocupada.
—Luces mejor que todas las mujeres que he visto en toda mi vida —respondió y ante estas palabras Amelia se sintió más cohibida y nerviosa.
¿Lo dice en serio? ¿O solo está exagerando para hacerla sentir bien?
—Eres un bobo —masculló antes de subir al auto.
—Sí, pero soy tu bobo —respondió con una amplia sonrisa maliciosa.
—Tú...
El beso repentino de su esposo acortó sus palabras. Heriberto sonrió, y se enderezó en su asiento, contrario a la mujer que se quedó paralizada por ese beso. Le ha dado tantos besos que aún no entiende por qué se siente tan embobada e hipnotizada cada vez que lo hace.
—Si quieres jugar lo haremos a la vuelta —agregó Heriberto al verla sin moverse.
Amelia reaccionó a esas palabras y refunfuñó cruzando los brazos y dándole la espalda.
—Vamos, a mi hijo no le molesta que juegue con su mamá —dijo atrapándola entre sus brazos.
La mujer intentó zafarme, no pudo, y al final se rindió.
—Sí, está bien, solo sé cuidadoso —respondió con voz baja, preocupada que el conductor pueda oírlos.
—Es una promesa —señaló sonriendo. Amelia lo miró de reojo, en verdad parece muy feliz de que vayan a pasar la noche juntos. Además, luce tan apuesto que lo miró con timidez antes de bajar su mirada, nerviosa.
A pesar de la complicada situación económica debido al bloqueo de la familia Salazar, la fiesta no deja de ser opulenta y lujosa. Toda la familia reunida esperan la presencia de Heriberto Salazar solo con las intenciones de ganarse su simpatía, y así salvar sus empresas. No entienden si han ofendido a la familia Salazar de alguna forma para que de un día para otros les haya cerrado todas las puertas.
Sin embargo, hay un solo problema, él es el marido de Amelia Díaz, la oveja negra y vergüenza del clan familiar.
No es algo que quieran, pero saben que deben ganarse también la simpatía de Amelia, el problema es que están acostumbrados a despreciarla y rechazar su presencia, por lo que fingir frente a ella no será fácil.
Es por eso que cuando Amelia se hizo presente del brazo de su marido, Heriberto, todas las miradas se detuvieron en la pareja. Haciendo un silencio total en la sala. Amelia incómoda, arrugó el ceño, pero al sentir la mano de su esposo sobre la suya, y ver su sonrisa apenas levantó su cabeza a su dirección, pudo sentirse más segura.
Para la familia, ver a la joven mujer vestida con esa elegancia y usando ese tipo de joyas, confirmó sus temores. Es evidente que es amada y mimada por su esposo.
Dánae apretó los dientes, apenas vio a su prima, con esa apariencia que la hace ver a ella como un simple mamarracho. No es justo, se vio obligada a usar uno de sus viejos vestidos. En toda su vida siempre ella había brillado más, siempre usando vestidos nuevos, joyas valiosas, zapatos de diseñador, incluso muchas veces esos regalos eran de parte de sus tíos, los padres de Amelia. Los cuales ni siquiera le regalaban a su propia hija un vestido decente. Amelia solía asistir a cada cumpleaños con ropa sencilla, siendo la burla de todos.
Ahora, en cambio, luce tan espectacular y bella que todos se han quedado callados, y más ante la presencia de ese hombre que no la suelta del brazo y contempla a todos como si les advirtiera que incluso no se atrevan a mirar demasiado a su esposa.
—¡Amelia, mi pequeña niña! —exclamó un anciano, que sentado en una silla de ruedas al fondo, extendió sus brazos hacia la joven mujer.
—¡Abuelo! —respondió y apresuró el paso hacia el hombre mayor llevando a Heriberto con ella.
Le dio un fuerte abrazo al anciano, conmovida de verlo más anciano y frágil. Su abuelo, con sus manos con un eterno temblor, sacó de su bolsillo unos dos paquetes de galletas y se los entregó escondido.
—Logré sacar estos del asilo, coma mi pequeña, estás muy delgada —le susurró tomándola de las muñecas para verificar si ha engordado.
—Abuelo... —musitó con ternura.
Recordó las veces que cuando niña se escondía cerca del asilo y sus abuelos, cuando todos dormían, le abrían la ventana para hacerla entrar a escondidas. Ahí le daban las galletas que guardaban ocultas para ella. Luego de comer dormía con ellos. Muchas veces su abuelo llamaba a su propia hija a reprenderla por no cuidar a su nieta, que estaba muy delgada y descuidada. Pero la salud de ambos ancianos se deterioró con rapidez. Su abuela murió mientras Amelia aún era una niña, y su abuelo comenzó a perder la noción del tiempo.
Es por eso que a pesar de ya ser una mujer, el anciano sigue viéndola en ocasiones como si aún fuera esa pobre niña delgada que iba a verlo a escondidas, comiendo las galletas que ellos le daban, lamentándose de no poder darle algo mejor.
—Mi pobre niña, si tu abuelo fuera fuerte te daría algo mejor —le dijo tomándola de las manos.
—No te preocupes, abuelito, ahora estoy bien, me casé y mi marido es muy bueno, me da mucha comida, y un hogar cálido —dicho esto tomó a Heriberto de la mano y lo acercó—. Él es Heriberto, mi esposo.
El anciano lo miró de reojo, antes de extenderle la mano. Y lo acercó a su oído a susurrarle.
—Cuida mucho a Amelia, ella es muy frágil, no es una oveja negra ni ninguna de esas tonteras que dicen esas chismosas, es una buena niña.
—Lo sé —respondió Heriberto conmovido. Es la única persona de esa familia que en verdad parece preocuparse por ella.