—¡Oh-oh-oh, ay-ay-ay! No hay dolor que dure cien años... ni corazón que no sane al bailar...
La voz de Catherine seguía el compás de la Reina de la Salsa Cubana, desafinando pero con ganas.
Intentaba distraerse.
Y, como decía la canción, no llorar.
Nueva York había quedado atrás,
igual que las llaves de su vida pasada.
Pero salir de allí le costó más que la cena que se había comprado esa misma noche.
Entre los peajes y la gasolina…
sintió que alguien le había metido la mano en el bolsillo y le había robado todo lo que tenía.
Ya había pasado por Pensilvania y Maryland.
Ahora estaba en Virginia, donde pensaba detenerse, comer algo y rellenar el tanque.
Estaba agradecida de tener el auto que tenía.
Un pequeño Scion xD.
Nada lujoso.
Nada extravagante.
Nada cómodo.
Pero era un carro que apenas gastaba gasolina y, lo más importante, en el que podía confiar con los ojos cerrados.
No la dejaría botada en medio de la carretera.
—Por favor, inserte la tarjeta —dijo la voz robótica de la bomba de gasolina, sobresaltándola un poco.
Sin pensarlo demasiado, introdujo su tarjeta, marcó su PIN y empezó a echar gasolina.
Se quedó allí, mirando a la nada.
Pensaba en Greg.
¿Dónde estaría?
¿Cómo le estaría yendo?
Los pensamientos la inundaron.
A diferencia de Greg, ella no tenía amigos.
Se había enfocado tanto en sus matrimonios que, sin darse cuenta, se había alejado de todos.
No tenía con quién hablar.
A quién preguntarle qué hacer.
Por un momento sintió que las lágrimas querían volver a salir.
Esas mismas lágrimas que no habían dejado de brotar desde que salió de Nueva York.
En un intento fallido por aplacar ese dolor, levantó la vista hacia el techo del lugar.
Y entonces, como si se tratara de una aparición, se quedó en shock.
Allí, sobre una de las vigas metálicas del garaje, había una paloma gorda.
Inmóvil.
Mirándola.
—Yo creo que esta paloma me está siguiendo —murmuró Catherine, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda—. ¿Y si lo que quiere es matarme? ¿O desgraciarme la vida?
Justo entonces, la bomba de gasolina hizo un fuerte sonido: clac.
Había terminado.
El susto la hizo brincar.
Sin pensarlo, sin siquiera recoger el recibo, cerró la tapa del tanque, colocó todo en su sitio y se metió al carro lo más rápido que pudo.
Salió de allí sin mirar atrás y retomó su ruta.
El corazón le latía a mil.
Aquella paloma ya le estaba dando miedo.
Se la encontraba hasta en la sopa.
Manejaba ofuscada, con los ojos saltando de espejo en espejo, vigilando todo con paranoia.
Y como si la vida le jugara una broma más, Spotify decidió poner la canción de Chacarrón.
Esa canción que no se entiende nada de lo que dice, pero que igual lograba aumentarle la tensión.
—Si sigue siguiéndome, la voy a hacer sopa de paloma —masculló, mirando los cristales del auto, como si esperara verla posada en el techo.
Entonces un gruñido en su estómago la trajo de vuelta a la realidad.
Se había olvidado de comprarse algo de comer en la gasolinera.
—Maldita paloma… ahora voy a tener que ver dónde como —murmuró, sintiendo el hambre retorcerle las entrañas.
Viajó un rato más hasta que divisó a lo lejos un motel de mala muerte.
El letrero brillaba en la distancia, parpadeando como si tuviera espasmos.
Las letras "HELL" resplandecían en rojo.
Catherine pensó dos veces si debía detenerse.
Había buscado precios en su móvil, y eso era lo único que podía pagar.
Además, las fotos en Google Maps no se veían tan terribles.
Pero el agotamiento podía más que la lógica.
El peso del viaje, del día, de todo… le estaba cayendo encima.
Apretó el volante con fuerza e inhaló hondo antes de girar y meterse al estacionamiento.
Resultó que el lugar, en realidad, se llamaba "Hello Inn".
Aunque el cartel roto y el neón fundido habían contado otra historia.
—Buenas noches —saludó la recepcionista, con un entusiasmo que rozaba el coma inducido.
—Hola —respondió Catherine, algo nerviosa—. Solo quiero la habitación más barata que tenga.
La mujer la miró, suspiró como si llevara diez horas despierta (y diez años harta), y hojeó su libreta.
—Todas valen lo mismo —dijo al fin—. La número cinco está disponible. Son cincuenta.
Catherine sacó su tarjeta.
La recepcionista sacó un lector de pagos que parecía una cajita sacada de una caja de cereal.
Apoyó la tarjeta encima y el pago fue exitoso.
—Sigue por ahí, que la encuentras —indicó con la cabeza, extendiéndole la llave sin mayor ceremonia.
Catherine tomó la llave y, con dudas, empezó a caminar en la dirección señalada.
No le costó mucho encontrarla.
El motel tenía pocas habitaciones, todas alineadas como fichas en un dominó cansado.
Cuando entró…
Bueno, al menos no encontró nada terrible.
No era lo mejor, pero tampoco era lo peor.
Todo se veía limpio, y lo más importante: no apestaba a nada extraño.
—Al menos tengo mejor vista que en mi apartamento —murmuró, lanzando las llaves sobre una de las coquetas antes de irse directo al baño.
Necesitaba una ducha. No, más que eso: un bautismo completo.
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Editado: 12.07.2025