Mi Más Grande Error

Capítulo 2

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Casi dos horas después, luego de mil intentos infructuosos de llamar a Lucía por teléfono, tanto del celular de Celia como del suyo propio Alejandro estacionaba su auto frente a una modesta casa. Verificó la dirección en la pantalla de su celular y se acercó a llamar a la puerta. 

Esperó con impaciencia y, después de un momento, una señora mayor se acercó a abrir y lo miró con algo de recelo. 

— ¿Dígame? — Preguntó sin asomarse del todo. 

— Buenos días, disculpe. — Dijo Alejandro con seriedad. — Busco a la señora Lucía. ¿Vive aquí? 

La mujer soltó un suspiro y Alejandro notó dolor en su mirada. 

— Ya no. — Dijo con tristeza, abriendo un poco más la puerta. — Si usted hubiera llegado una media hora antes, quizá la hubiera alcanzado. 

Alejandro, con frustración, se pasó una mano por el rostro. 

— ¿Sabe para dónde se fue? — Preguntó casi con desesperación. — Vengo del taller de costura donde trabaja. Me urge localizarla. 

La mujer lo miró con extrañeza. 

— Me dijo que renunció, que ya no trabaja ahí. — Respondió ella frunciendo el ceño. — También me dijo que ya no iba a poder seguirme rentando la habitación y que se iba a regresar a su pueblo. Empacó sus poquitas cosas y agarró a su niña para irse a la estación de autobuses. Le digo que hace apenas como media hora que se fueron. 

— Mierda... — Musitó Alejandro, enojado consigo mismo. 

— No tiene idea cómo me parte el corazón esa pobre muchacha. — Siguió hablando la mujer, con tristeza. — Siempre ha estado tan solita, y más ahora que se le murió su mamá. Sólo se dedica a su trabajo y a su hija. Y ahora que se quedó sin empleo, la verdad es que no sé cómo le van a hacer para sobrevivir. Yo la ayudaba cuidándole a la niña. ¿Sabe? No le cobraba, aunque Lucy siempre me daba unos centavitos. Pero... ¿Y ahora? Dudo mucho que, allá en su pueblo, pueda vender esos bordados tan chulos que hace... 

— Me tengo que ir, señora. Gracias por todo. — La interrumpió Alejandro dándose la vuelta y caminando rápidamente a su auto. 

No quería seguir escuchando más a esa mujer, no soportaba el peso de su conciencia ni los remordimientos que le roían el alma. Cada cosa que escuchaba sobre Lucía era una bofetada igual de intensa que la que le había dado su madre. Sabía que le había hecho mucho daño, que la había acusado injustamente y que, cuando aún lloraba la muerte de su propia madre, él la había insultado de la manera más ruda y vulgar que alguien pudiera hacerlo. Lo que más le preocupaba, ahora, era esa niña inocente. ¿Cómo iba a hacer Lucía para mantenerla? ¿Cómo la iba a cuidar? ¿De qué iban a vivir?  

Arrancó el auto y condujo hacia la casa de su madre a recoger su equipaje. Adela tenía razón en no querer verlo luego de todo lo que había provocado su asqueroso comentario. ¿En qué carajos estaba pensando? Se regañó a sí mismo. Él jamás se había considerado un prejuicioso. Nunca había ofendido a las mujeres, al contrario, vivía de acuerdo al ejemplo de su padre y trataba de portarse siempre como el perfecto caballero que le habían enseñado a ser. ¿Qué le había sucedido esta vez que había reaccionado de manera tan visceral? ¿Por qué había arremetido contra esa pobre mujer? ¿Por qué diablos se había obsesionado con ella desde el mismo momento en que la vio entrar a la funeraria? 

Con un bufido de frustración, avanzó entre el pesado tráfico, intentando encontrar una salida digna para todos los problemas en los que él mismo había metido a esa joven y su pequeña hija y, sobre todo, lograr su perdón. 

 

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Lucía miraba con tristeza y frustración la pequeña casa que había pertenecido a su madre y en la que había vivido toda su vida. Aunque ella se había encargado de limpiarla luego del funeral y se conservaba relativamente limpia, era más que evidente que necesitaba mucho más que volver a pasar la escoba y el plumero. Las paredes estaban descarapeladas, Los goznes de la mayoría de las ventanas estaban vencidos y costaba mucho trabajo abrirlas o cerrarlas. Ni hablar de los viejísimos muebles, bastante maltratados por el uso cotidiano. 

— No te deprimas Lucy. — Se trató de animar a sí misma. — Es un lugar por el que no tienes que pagar, así que agradécele al cielo que tienes un techo sobre tu cabeza y una cama para que tu hija duerma. 

Terminó de acomodar la ropa de la niña dentro del pequeño armario y miró a Cristina, que dormía tranquilamente en la cama que había pertenecido a Lucy. Una triste sonrisa se dibujó en sus labios al contemplar a su hija. Siempre había sido muy tranquila y jamás le exigía nada. Con pesar reconoció que Cristi había aprendido, desde muy pequeña, que había cosas que no se podían tener.  

— Como un papá... — Musitó mientras una lágrima escurría por sus mejillas. 

Lucía había amado profundamente a Gustavo, y él a ella. Ambos se habían puesto muy felices al saber que su bebé venía en camino, aunque no hubiese sido planeado y, lejos de amilanarse por su precaria situación económica, planeaban casarse y seguir trabajando muy duro ambos para que al bebé no le faltara nada. Que él muriera en forma tan trágica e inesperada le había partido el corazón. 




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