Mi Más Grande Error

Capítulo 3

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Lucía salió de la fonda totalmente agotada. Empezaba a oscurecer así que apuró el paso hacia la casa de su suegra a recoger a su niña. Si bien trabajaba mucho, y muy duro, y la paga no era gran cosa, las propinas que recibía de los comensales compensaban un poco tanto esfuerzo. Además Jacinta, la dueña del local, siempre le daba un contenedor con algo de comida que sobraba del menú del día, para que llevara a casa, cosa que la joven agradecía muchísimo y siempre lo compartía con su suegra. 

En realidad, no podía quejarse, tenía un techo seguro sobre su cabeza, ingresos fijos, aunque escasos, y su niña estaba bien atendida. El próximo mes iniciaban las inscripciones a preescolar y, entonces, Cristina iría a la escuela, dejándole a Raquel las mañanas libres para poder descansar un poco y dedicarse sin interrupciones a sus labores cotidianas. Lucy estaba consciente que cuidar a una niña de cuatro añitos era una carga algo pesada para la señora, aunque ambas, abuela y nieta, se llevaban muy bien y Cristina era una niña muy bien portada. 

Esbozó una sutil sonrisa al ver a su niña y a su suegra, sentadas en el porche conversando muy animadas. 

— ¡Mami! — Exclamó Cristina al verla, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia ella. 

La mujer abrió los brazos y recibió a la pequeña con besos por todo su rostro. 

— ¡Hola mi pequeña diablilla! — Dijo con una sonrisa más amplia. — ¿Cómo te has portado hoy? 

La pequeña soltó una carcajada. 

— ¡Bien! Ayudé a mi abuelita Raquel a limpiar la casa y a darle de comer a los pollos. ¡Y también fuimos a repartir el queso! 

— ¡Qué bien! — Exclamó Lucy, tomando de la mano a la pequeña y terminando de llegar a la casa. — Buenas noches, suegra. ¿Qué tal su día? 

— Tranquilo, hija. Igual que siempre. — Respondió la mujer con un suspiro. — ¿Y a ti qué tal te fue? 

— Bien... — Asintió Lucy con algo de desgana. — Algo cansado, hoy me tocó lavar todas las parrillas y las estufas, pero no me quejo, doña Jacinta me dio un dinerito extra por eso. 

— ¡Ay, mija! — Suspiró la señora. — Si yo pudiera encontrar la manera de ayudarte un poco más, créeme que lo haría. 

Lucía sonrió con tristeza. 

— Lo sé doña Raquel, no se preocupe. Le aseguro que no me estoy quejando. — Negó con decisión. — ¡Ya bastante me ayuda cuidándome a Cristi! 

Luego le mostró el contenedor que llevaba. 

— Mire, me dieron unas albóndigas con papas y están bien sabrosas. ¿Qué tal si cenamos de una vez? ¿No tienen hambre? 

— ¡Yo sí tengo hambre, mami! — Exclamó la pequeña. — ¡Qué rico! 

— Anda, mi diablilla. Ve a poner la mesa, que ahorita vamos tu abuelita y yo a calentar esto y a echar unas tortillas. 

Cristi entró corriendo a la casa y Lucía se sentó junto a su suegra. 

— Hoy se pasó por la fonda esa mujer... Ana. — Le dijo en voz baja. 

Su suegra la miró asombrada.  

— ¡No me digas! ¿Te dijo algo? — Preguntó con censura y preocupación, también en voz baja. — ¿Luego de tantísimo tiempo todavía te sigue fastidiando? 

Lucía negó con tristeza. 

— Ya ella debería dejar descansar en paz a Gustavo. ¿No cree? Pero no, parece que me sigue teniendo coraje porque él se iba a casar conmigo. 

— Pues sí. Ya debería haberlo superado. — Dijo la mujer con tristeza. — ¡Mi hijo nunca le hizo caso por más que esa rogona se le ofrecía! Te aseguro, Lucy, que nunca te fue infiel con ella ni con nadie. Gustavo me lo contaba todo, y en serio le fastidiaba mucho que esa tal Ana lo anduviera acosando a cada rato. Nunca entendimos por qué estaba tan encaprichada con él, si mi hijo jamás le dio entrada. 

— Créame que lo sé. — Asintió Lucía con nostalgia. — Él era muy buen hombre, muy derecho y muy leal. 

— ¿Y qué te dijo esa condenada vieja? — Preguntó la señora, frunciendo el ceño. 

— Pues a mí no me dijo nada, al menos no directamente. No le dieron oportunidad. — Explicó la joven encogiéndose de hombros. — Llegó y se sentó en una mesa y empezó a exigir de muy malos modos que la atendieran. La verdad es que esa mesa me tocaba servirla a mí, pero ya iba cuando una de las muchachas me jaló del mandil y me dijo al oído que me cambiaba las mesas y le fue a tomar el pedido. ¿Sabe? Como todos en el pueblo saben los líos que traía esta mujer con Gustavo, y como que me cuidan mucho ahí en la fonda. 

— ¿Y luego? — Preguntó la mujer con curiosidad. 

— Pues nada más pidió un café, y se puso a echar habladas ahí como loquita, que si hay gente que se cree mucho y que en realidad se anda muriendo de hambre y nomás andan dando lástima. — Explicó Lucy, tratando de contener las lágrimas. — Doña Jacinta la escuchó y me llamó a la cocina, me pidió que lavara las parrillas, pero alcancé a oír que salió a decirle a esa mujer que para qué chingados había ido si antes nunca se había parado por ahí, que, si nada más iba a estar jodiendo la existencia que mejor ni se acercara, que nadie tenía necesidad de andar aguantando sus malos modos ni su veneno. 




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