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Pasaron dos días desde el veredicto contra la casa Kirilyan, casi un día desde el asalto al monasterio, y hoy estaban pronto a cumplirse el plazo de setenta y dos horas —tres días— para que quede firme la sentencia, y se cumpla el plazo para la posesión.
La mansión había recibido esas noticas de Flint. Y desde que se enteraron, la mansión era ahora una zona de guerra.
El jardín, otrora limpio y cándido, era ahora una especie de campo militar para las tropas de Goria que regresaban del sur, una parte. La casa ya no se limpiaba tanto, debido a que Syria y Palmyra tomaban guardias para evitar saqueos, y todas las obras de arte y artefactos de valor habían sido evacuados por campesinos, para ser ocultos en las aldeas.
Desde que recibió la noticia, Innokentios no dejó su despacho, y no recibió a nadie más.
Smyrna, mientras tanto, se sentía como rehén en aquella casa. No ayudaba, además, que se sintiera horrible por lo de Takeshi. Sus vívidos sueños le mostraban imágenes que no quería creer, pero que sentía dentro suyo que eran verdaderas. Ella tampoco había dejado su habitación, pese a la insistencia de Syria y Palmyra de que hable con ellas, al menos un poco.
Para peor, las lámparas ya no eran mantenidas, así que cada atardecer ya envolvía la casa en completa oscuridad. Las velas para las lámparas personales se habían agotado la noche anterior.
Esta era la situación en la casa Kirilyan hasta el momento.
Syria y Palmyra se encontraban en el jardín, sirviendo raciones de estofado de hongos a los soldados. Esto era lo único que podían hacer, al tener que recurrir al bosque, puesto que los suministros de la mansión estaban agotados, y no podían ir a la capital.
“¡Hagan fila, señores!” Exclamó Palmyra. “¡No serviremos si se amontonan! ¡Dennos paso!”
Ambas estaban nerviosas, y mostraban signos de cansancio.
Un soldado volcó su cuenco por accidente, y Syria no aguantó más. Se desquitó con él a viva voz.
“¡Inútil! ¡Inútil! ¡Inútil! ¡¿Qué crees que haces?! ¡La comida no se nos es regalada!”
Muy adentro suyo, veía en estos demacrados hombres la razón de sus miseras. Ellos habían perdido en su intervención, y ahora todos debían pagar el pecado marcial.
“Hermana, cálmate.” Dijo Palmyra en un tono cansado, sosteniendo a Syria. “No ha sido su culpa.”
“¡Me tienen harta, todos ustedes! ¡No aguanto ni un segundo más aquí!”
En un acto de rebeldía jamás antes visto, Syria desató su cabello, y se quitó el delantal, dejándolo en el suelo. Corrió hacia la casa, y se echó a llorar en su cuarto.
“¡¿Por qué tiene que pasarnos todo esto?! ¡¿Qué hemos hecho?! ¡¿Qué?!”
Ahogaba sus gritos en la almohada, casi que se la tragaba con cada bocanada de aire que daba. Cuando la sensación de falta de aire sobrevenía, levantaba la cabeza e inflaba su pecho a más no poder, para luego volver su cabeza a la almohada, y repetir.
Sintió una mano sobre su espalda. Era una mano delgada y larga, huesuda.
Volteó a ver, y sus ojos encontraron la mirada de Innokentios, pero era un Innokentios que ella jamás había visto. Su pelo enmarañado, sus ojeras terribles, su falta de aseo. Generalmente llevaba una base de maquillaje, pero ahora nada. Era la carcasa de un otrora ilustre personaje.
“Syria.” Dijo él, en un tono de completo hastío. “¿Qué pasó?”
Su estado solo hizo que Syria llorara aún más en desconsuelo. Llevó su cuerpo contra Innokentios, quien la abrazó contra sí.
“Llora, llora.” Le dijo él, acariciando su cabello. “Llora lo que tengas que llorar.”
“Y-a no aguanto...” Dijo ella, moqueando y sollozando. “Ya no aguanto...”
Innokentios derramó una sola lágrima de su ojo, y lo consideró suficiente.
“Tranquila, querida. Ya acabará pronto.”
Permaneció con ella un rato más. Finalmente, se levantó, e hizo algo insólito.
“Ve con tu hermana, y dile que yo digo que su turno acabó. Por hoy y hasta que yo diga. Tendrán vacaciones, si podemos llamarle de algún modo.”
Syria, aún con un poco de lágrimas en sus ojos, asintió.
“¿Smyrna ha salido?”
“No, señor. Hoy no tocó su comida tampoco.”
“Hm. Vale. Gracias.”
Se retiró del cuarto de Syria, y se dirigió a su despacho.
Allí, luego de contemplar la situación que se vivía, sintió su corazón infundirse de rabia. De impotencia. Tiró cuanto tenía de su escritorio, y se apoyó en él, completamente fuera de sí. Detrás por la ventana, el sol del atardecer regalaba al lugar un tinte anaranjado. Él se dio vuelta, mirando la ventana, y contempló la escena.
“Sucios imperiales.” Dijo por lo bajo. “Si quieren guerra, guerra tendrán.”
Inspirado por un coraje revigorizado, Trató de acomodar su cabello y hacerse presentable. Luego, salió de allí, y se dirigió a la habitación de Smyrna. Ya frente a ella, tocó la puerta.