31
‘No sé muy bien como pasó aquello. De repente estábamos sobre la capital. Linnaeus me entregó las llaves en un gesto simbólico, rindiendo la plaza. Lábaros de la Quinta Legión se levantaron por todas partes. Ordené disolver el consejo. Hubo desorden, y un enfrentamiento con la guardia capitalina. Los consejeros que una vez me quisieron apresar, habían escapado.’
Irene volvió su pluma al tintero, la mojó, sacudió levemente sobre él y de vuelta a su diario.
‘Ahora vivo en uno de los estados de la... ¿antigua casa imperial? ¿O yo soy ahora de una nueva casa imperial? No lo sabría decir. Lo cierto es que estoy confundida.’
“Señora.” Dijo Simeón, abriendo lentamente la puerta del estudio. “Mi señora, ¿por qué no va a dormir?”
Irene contempló la habitación, como habiendo entrado desde otro lugar. Vio a su alrededor: tenues luces de candelas iluminaban suavemente el lugar. Enormes ventanas a su izquierda, abiertas de par en par, bañaban un sector del cuarto en la luz de la luna. Y se dio cuenta de algo más: estuvo allí todo el día, prácticamente.
“¿No quiere cenar?” Preguntó Simeón.
“Eh... hola.” Respondió ella, casi aturdida. “Descuide, no se preocupe por mí.”
“Mi señora, no ha dormido en todo el día. Debe relajarse.”
“Vendrá, ¿verdad?”
Aquella pregunta tomó por sorpresa a Simeón.
“¿Quién vendrá, mi señora?”
“Mi tío. ¿Vendrá?”
Simeón se encogió de hombros, con la conciencia turbada.
“Eh... mire, señora...”
“¿Seré su enemiga?” Preguntó Irene, mirando la madera del escritorio. “¿Enemiga del hombre que me ha criado?”
Aunque preguntaba sin emoción alguna en su voz, lágrimas salían de sus ojos, y se la veía ciertamente espantada por la idea.
Simeón eligió hablar por la verdad a medias. Sabía que era una probabilidad, pero no tenía certezas.
“Puede ser, mi señora. A decir verdad, no tengo idea de qué pasará.”
“Simeón, ¿está seguro de que esta, nuestra causa, es justa?”
Simeón se encogió de hombros.
“…………”
Irene se levantó de un golpe de su silla, haciendo mucho ruido al correrla, y provocando que esta cayese al suelo.
“¡CONTÉSTEME!” Dijo, enfuriada. Un grito que le rasguñó la garganta.
“…………” Simeón no respondía.
Ella se acercó hacia él de forma brusca y lo tomó por el cuello. Él tomó con sus ambas manos su muñeca, pero ella no cedía.
“¡¿ME HARÁ LUCHAR POR SUS SUCIOS INTERESES?! ¡¿SU MALDITO CONFLICTO DE POLÍTICO?! ¡SIEMPRE LOS ODIÉ, MALDITOS BURÓCRATAS!”
“Se~ño~ra...” Dijo Simeón con la voz entrecortada. Irene solamente apretó más fuerte.
“Voy a matarte, maldito sabandija...”
Simeón apretaba la muñeca de Irene, tratando zafarse, pero sin éxito. Al final fue separado de ella por dos guardias; uno que la tomó a ella por detrás, y otro que logró despegarlo de ella.
“¡Tranquilícese, señora!” Dijo quien la sostenía a ella. “¡Calma!”
Ella forcejeaba, pero él no la soltaba. Al cabo de unos minutos de constante tironear, la sentó en la silla del escritorio.
“Mi señora...” Dijo Simeón, recuperando el aire. “Puedo prometerle que la nuestra es una causa justa... Créame.”
Los guardias se acercaron a Simeón, y lo levantaron cruzando sus brazos por los de él.
“En marcha, señor Simeón.” Dijo uno de ellos. “Señora, en serio, debería descansar.”
Uno de los hombres cerró la puerta, y se marcharon, dejando a Irene sola con sus pensamientos.
Ella comenzó a sollozar suavemente, como para que no la escuchen. Se volvió a su escritorio, y descansó su cara sobre él, escondiéndola entre sus brazos. No podía tolerar la idea de ser sino un peón político, no podía tolerar la idea de ir contra su tío. De todo lo que la atormentaba, sentía que vivía en un remolino de desgracias.
“¿Qué quieren de mí? ¿Qué quieren de mí? ¡¿Qué quieren de mí?!” Preguntó entre sollozos.
Por más que intentara, no podía pensar con claridad.
Sabía que tenía que tomar una decisión.
“Necesito un signo...” Dijo entre lágrimas. “Necesito tan solo UN maldito signo...”
Miró a su alrededor, a ver si su plegaria era respondida. Vio fijamente a las candelas, pasó su vista por los muebles, las cosas que había sobre ellos, las bibliotecas... Absolutamente nada.
Buscó otra vez. Quería estar segura. Quería ver al menos algo de aquella habitación fuera de lugar, que la convenciera de la existencia de cosas más allá de su comprensión. Quería algo que le dijera que su destino no estaba completamente en sus manos.
Quería, en síntesis, una muestra de la divinidad.