Mi nueva historia de la vida en otro mundo (volumen 1)

33.1 Ultimátum

33.1

Aquella mañana fue convulsa.

Una mañana que quedaría, sin duda, en los anales de la historia.

Alrededor de la mañana, Irene fue avisada de que se aliste. Las tropas de Innokentios estaban a las puertas de la capital.

Entre sollozos, ella se vistió, acompañada de una criada.

Linnaeus y Simeón iban a ir con ella.

Sintió una pena que muy poca gente tiene la desgracia de sentir. El ir en contra de la familia que vio nacer a uno. La falta de un lugar al que llamar hogar. El no tener donde caer muerto, que no haya gente que te recuerde con cariño.

Ni siquiera una vez preparada, en el recibidor de su residencia, paraba de sollozar.

Criados se le acercaban y trataban de, en vano, darle consuelo. Pero palabras y toques no bastaban. Ella se sentía culpable. Culpable de absolutamente todo.

Creyó oír voces. De repente una de un tal Simeón le decía que había que irse. De repente se sentó en medio de dos hombres, este y un tal Linnaeus. De repente un carro comenzó a moverse, llevándola como ganado a la faena.

Ella solo podía llorar.

Estaba aturdida.

Ella solamente quería salir de ahí. Quería ir a un lugar mejor.

Pero ni cerrando sus ojos funcionaba.

Sintió un toque en su hombro, y vio una especie de cacatúa sentada allí, que hablaba. Se presentó como Flint o algo, pero ella solo podía pensar en el crimen que estaba a punto de cometer.

Le abrieron la puerta del carro, y el tal Simeón la ayudó a bajar, como es costumbre ayudar a una dama noble.

Estaba a las puertas de su calvario, pero ella había sido crucificada en cuanto oyó que estaría contra su tío.

Las enormes puertas se abrieron. Ella contempló a través de los cristales de sus lágrimas a un ejército. Sintió un apretón en su brazo, y era Linnaeus que la sostenía. Le dijo algunas palabras de acompañamiento, pero ella no oyó absolutamente nada más que una silueta de las palabras, como para entender el contexto.

“... Rendición incondicional.” Dijo Innokentios, con una frialdad marcial digna de un conquistador.

Irene no había oído todo lo demás, pero oyó esas palabras, que la atravesaron.

Dedicó una fugaz mirada al hombre que antes le hubiera llamado tío. A su lado estaba su amigo de la infancia, Geraalt, con quien había compartido tantos momentos.

Innokentios le devolvió una mirada muerta. Frunció levemente el ceño, pero nada más.

“Les daré un día, y hasta aquí llega mi piedad.” Una vez más Innokentios, en un tono de sentencia.

Entregó a la par un documento. Este tenía por título: ‘Instrumento de rendición.’ Fue recibido por Simeón.

Irene miró una vez más a Innokentios, con ríos de lágrimas corriendo de sus ojos. Detrás de todo lo que ella era físicamente, era la mirada de una niña perdida, que estaba siendo vilmente castigada por algo que ella no podía comprender.

“Que sepa, Irene, no le guardo ningún rencor. Me apena que sea usted la niña que me tocó criar y ahora esto, en verdad me apena. Pero así es la guerra, y usted está del lado incorrecto de la historia.”

Irene cayó de rodillas frente a él, y juntó sus manos en plegaria. Le imploró por perdón, suplicó piedad. Innokentios se dio media vuelta y se disponía a partir.

“¡Hombres! ¡En marcha!”

En un último intento, Irene lo agarró por la capa, tironeando.

“¡POR FAVOR!, ¡NO ME DEJES! ¡PERDÓNAME!”

Innokentios tomó su capa y la sacudió fuertemente. Irene cayó de cara al suelo.

“Muestre un poco de entereza, y no se arrodille a su enemigo. Es una vergüenza para mí, que fue quien la crio. Acepte la realidad y actúe en consecuencia.”

Innokentios levantó en alto su mano, y los hombres comenzaron a marchar. Y pronto, sus columnas se alejaban de la puerta.

 

 

Al momento que las puertas se cerraron, Irene quedó arrodillada, su rostro cubierto de tierra.

Resultó un espectáculo completamente desmoralizante para los soldados que la mujer que ayer les había dado palabras de victoria, verla hoy como una niña, llorando y sucia.

Luego de aquel incidente, se reunieron Irene, Simeón, Linnaeus y los tres generales que se encargan de la defensa de la capital, en el cuartel general de la ciudad. La situación era tensa.

“¡Digo que nos rindamos! ¡No tenemos oportunidad!” Dijo con vehemencia uno de los generales. “¡¿Han visto ese ejército?! ¡Nos superan en número, material y experiencia!”

“Gallenus, cálmese.” Le contestó Simeón. “No hay por qué temer. Tenemos las murallas.”

Gallenus, quien era un hombre bastante grande, se puso de pie, apoyándose con sus ambas manos sobre la mesa.

“¡¿Cómo calmarme?!”

“Gallenus.” Dijo otro de los generales, uno más anciano. “Concuerdo con Simeón. La situación no es tan precaria. Tenemos las murallas, estamos aprovisionados.”




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