33.2
Innokentios y los hombres volvieron al campamento. Varias piezas de artillería habían sido alineadas y apuntaban hacia la muralla de la ciudad.
“Asediar la ciudad del Leviatán es complicado. Un triple fuerte estrella, con toda clase de artilugios, fosos y ya de por sí enorme. Quince distritos que forman la ciudad.” Dijo Innokentios.
A su lado, un hombre calvo que vestía un saco negro.
“Esto no es nada como las guerras que hemos tenido antes.”
“Esto es una guerra de verdad, Astor.” Dijo Innokentios.
“Hasta me da miedo que rechacen el ultimátum.” Dijo Geraalt. “Pensar en la cantidad de bajas me aterra.”
“Estaremos bien. Necesitamos ganar con táctica y logística.” Dijo Innokentios. “Ahora el menester es cercar la ciudad. Hay que ocupar los Distritos comunes. Lo más importante, sobre todo simbólicamente, será Lidda. Allí podremos tener una base de operaciones.”
“Señor, ¿no ha recibido las noticias?” Preguntó Geraalt.
Innokentios lo miró extrañado.
“Los adoradores asaltaron Lidda hace unos días. El lugar quedó abandonado desde entonces.”
Innokentios lo miró fijamente.
“Takeshi...” Dijo él.
Ahora Geraalt le dedicó una mirada incómoda.
“¿Todavía se acuerda de esa sabandija?” Preguntó él.
“Mucho cuidado como hablas de él, Geraalt. Él es instrumental en nuestro plan a futuro. Y, además, lo considero amigo.”
Geraalt refunfuñó.
“Gah, como sea.”
“Habrá que organizar un esfuerzo de búsqueda. Encontrarlo, y ponerlo a salvo.”
“¿Gastará recursos en eso?”
“Idiota.” Dijo Innokentios, a lo que Geraalt le miró molesto. “¿Acaso no me has escuchado? ¿Por qué no te vas con Irene? Digo, si todo lo que yo diga te entra por un oído y te sale por el otro.”
“Entendido, señor.” Dijo Geraalt a regañadientes.
“Hablando de eso...” agregó Astor, “¿qué pasó con la señora Irene?”
Innokentios suspiró, en un hondo lamento.
“Seguramente fue convencida para esto. Mi pequeña...” Se pellizcó el entrecejo, como recobrando la compostura. “Como sea. Nadie tocará a Irene cuando entremos a la capital. Y que los hombres lo sepan muy bien. A Irene ni siquiera la mirarán. ¿Entendido?”
Ambos hombres asintieron.
“Bien. Ahora, avisen a los oficiales de artillería. Carguen todas las piezas, y mantengan en alerta a los operarios de todas las baterías. Si no responden esta noche, atacaremos a la madrugada.”
Ambos hombres volvieron a asentir.
“Ahora, los despacho. Es la hora de la siesta. Con permiso.”
Les dio un saludo, y se dirigió a su tienda.
Recorrió el campamento. Pasó por el campo de tiro, donde los soldados afinaban su puntería. Muchos recibían instrucción en armas de fuego por primera vez. Según lo que pudo ver, los veteranos eran increíblemente certeros con sus disparos.
Al ser la siesta había actividad reducida, pero todavía era notoria. Hombres moviendo cajones de aquí a allá, bestias con paquetes, piezas de artillería, el lugar claramente estábase preparando para algo.
Entró en la tienda. Smyrna estaba sentada sobre la cama. Él simplemente se acostó a su lado, y se dedicó a mirar el techo.
“¿Pasó algo?” Preguntó ella, preocupada.
“A decir verdad, nada. Claro, nada es lo único que define lo que puedo hacer. Nada. No puedo hacer nada. No sé nada.”
“¿Es sobre lo de Irene?” Preguntó Smyrna.
Innokentios la miró con algo de sorpresa.
“¿Y cómo te has enterado?”
Ella se encogió de hombros.
“No sé. Supongo que lo sé y ya.”
Innokentios suspiró.
“Ah... no entiendo nada.”
Ella se arrodilló, sentándose sobre sus piernas.
“Descansa tu cabeza aquí.” Dijo, señalando su regazo.
Esto lo descolocó completamente a Innokentios.
“¿Qué?”
“Vamos.”
“¿Por qué siento que esto está mal...”
“Hazlo y ya.”
Hesitante, Innokentios hizo como ella dijo, y recostó su cabeza sobre su regazo.
Ella comenzó a pasar su mano suavemente sobre el cabello de él.
“Relájate. Eres un hombre que piensa mucho, Innokentios. Desde el momento en que me acogiste en tu morada, noté que tienes un vicio por pensar en círculos. Piensas, piensas, piensas... y tu diligencia acaba por matarte.”
Innokentios comenzaba a perder la cabeza con la suave caricia de ella. Se sentía como las manos de una madre, una sensación de paz tan supina, que le hacía muy fácil perderse.