Días atrás.
Roma.
Corro desesperado hacia el sotano, pero Aureliano me detiene sosteniendo mi brazo, niega con la cabeza mientras me mira a los ojos con compasión y mi corazón se parte porque lo comprendo, lo presentía, él se ha ido. Alzo el metón contiendo las ganas de llorar y cambio de dirección para huir del lugar, sin embargo mi conciencia no me deja, me regreso y Aureliano corre detrás de mí.
—Los perderemos a los dos, vámonos.
Entro al frío y oscuro lugar donde yace el cuerpo de mi hermano, lloro sin contenerme, viendo sus ojos abiertos vacíos, siento que una parte de mi se ha ido, lo recuerdo llorando y riendo, persiguiendome cuando eramos unos chicos revoltosos jugando en el jardín, lo recuerdo regañándome por las travesuras que hacia y de las que lo culpaba, siempre fue noble.
—Cósimo, es hora de irnos —dice Aureliano, se escuchan los tiros de fondo, autos que llegan y van.
—No lo voy a dejar aquí.
—Tenemos que irnos, debemos dejarlo. Es lo mejor, lo haremos pasar por ti.
Lo miro horrorizado, limpio mis lágrimas.
—¿Cómo? No...
—No es momento para discutir, su cuerpo debe quedarse aquí —dice mirándo hacia la puerta de forma constante, veo el sudor de su frente caer sobre su hábito.
—Pero...
—Lo reclamarás como él, el padre Sócrates reclamará el cuerpo de su hermano Cósimo Giuliani. Vámonos, por favor, terminaremos muertos los tres —suplica en voz baja.
Miro de nuevo el cuerpo de mi hermano, vestido con mis ropas, una confusión desafortunada, siento que me quiero morir con él, de rodillas con su cuerpo entre mis brazos siento que no tengo un motivo para levantarme y salir de ese lugar con vida, me lo han quitado, me han arrebatado a mi hermano, lo han confudido conmigo, ha muerto por mi culpa.
—Vete, Aureliano, vete.
—No ¿Qué haces?, Cósimo, piensa en tu madre.
Mi hermano el padre Sócatres y uno de nuestros mejores amigos, el padre Aureliano me visitarian en una villa que renté para el fin de semana, concretaría algunos negocios en Roma y quería aprovechar de verlos, me tendieron una trampa y en un segundo todo se volvió un caos, le insistí a Sócrates que se pusiera mi ropa y se metiera a la piscina, que se relajara un poco, Aureliano se negó de plano.
—Tengo su ropa, cambiate ahora, saldrás de aquí vestido como tu hermano. Ponte esto por encima —dice con calma.
Hago lo que dice y me pongo las ropas de mi hermano. Cierro los ojos y le pido perdón a Dios por haberle arrabato a uno de sus mejores hijos en la tierra. Aureliano me arrastra fuera del sotano, no aparto la vista del cuerpo de mi hermano. Siempre llevabamos el mismo corte sin importar si nos veiamos o no, nuestro parecido fisico era impresionante, para nuestra desgracia.
—Ha quedado como un perro.
Miro a Aurliano que llora de forma pacifica, afirma y salimos por una calle para alejarnos del lugar, un par de locales nos ven y llaman nuestra atención.
—Padres, ¿están perdidos? —pregunta un chico en una bicicleta, Aureliano comienza a hablar en italiano, le explica que oyeron tiros hacia el lugar dónde mi hermano estaba.
—Ay, sí, lo siento, eso está hecho un caos, mejor esperen noticias alejados de allí. Hay una pequeña iglesia del otro lado del pueblo, justo en la plaza.
—Gracias, joven, que Dios lo bendiga —dice y me hala hacia la dirección que indicó el muchacho.
Caminamos con pasos lentos y en silencio, las lágrimas recorren mis mejillas, mi pensamiento se va al día que lo ordenaron sacerdote.
—Este es el mejor día de mi vida, hermano, gracias por venir.
—No me lo pensaba perder, ver como lanzas tu vida al celibato de por vida, te admiro, no podría.
Rio y me abrazó de forma sentida, yo era mayor que él algo más que un minuto, pero era como si le llevara muchos años, siempre fue mi hermano pequeño al que cuidaba, aunque teniamos la misma edad. Llegamos a la iglesia. Aureliano se acerca a mí, toma una respiración profunda y se inclina sobre mi oido.
—No hables, no hablas el idioma y eso diré. Sé un sacerdote, imitame.
—Siento que tengas que hacer esto, gracias.
Asiente y palmea mis manos.
—Necesitamos ayuda, creemos que el hermano del padre Sócrates corre peligro —dice a un grupo de feligreses, entre ellos un policia que corre a hacer un llamado desde su radio en la pratulla.
El policia regresa con el rostro demacrado.
—Lo siento, padre, el señor Cósimo ha muerto. Están sacando su cuerpo ahora mismo.
Dejo que el llanto que he reprimido me inunde delante de todos, Aureliano me abraza y me consuela, así como el resto de feligreses que se organizan para rezar por su alma.
Me parece tan injusto que no sepan que quién ha muerto es el padre Sócrates, un hombre ejemplar y bueno que dedicó su vida a las buenas acciones y a servir a Dios, no Cósimo, un rebelde icorregible que amaba romper las reglas y salirse con la suya.