Mi pequeña heredera

Capítulo 7: Cósimo

Quedo en silencio durante buena parte del trayecto, Aureliano parece comprenderlo. Miro por la ventana, me quito las gafas sin formulas que en realidad no necesito, yo me operé hace años, Sócrates nunca lo hizo. Se me hace un nudo en la garganta que me obliga a cerrar los ojos, siento un dolor en el pecho que aún no supero: mi hermano murió por mi culpa, me lo mataron.

Debí ser yo quien yaciera muerto en ese suelo, no merecía eso, daría lo que fuera por abrazarlo, por ver sus ojos, que me echara su bendición que, aunque para mi no significara nada, me emocionaba porque a él parecia importarle, para él era importante.

A lo lejos veo las montañas que avisan de lo que será mi vida por los próximos meses, no soporto llevar sus ropas, no porque sean un habito de una religión que no práctico, porque su olor está imprengado en ellas, su esencia siento que me quema, que me recuerda que soy el malo, que él no merecía ese destino.

No despertará más a tomar su desayuno en el pequeño patio techado de su humilde vivienda; no verá el funeral de mi madre cuando muera, y como le atarán el manutergio. No controlo un sollozo que se me escapa cuando recuerdo la alegría de mi madre durante su ordenación:

—Con tu ordenación harás de mi muerte una cosa hermosa, abrirás las puertas del cielo para mí, podré decirle a Dios que le di un hijo para su servicio. Me enterrarán con esto —dijo apretando el pañuelo manchado con aceite.

Y yo solo asentía sin entender nada, ahora lo entiendo, es costumbre que la madre guarde el pañuelo y sea enterrada con eso, fue lo primero en lo que pensé cuando vi a mi madre desvanecerse al saber la noticia. Ella estaba ilusionada de que fuera él mismo quien se lo atara.

Ella lo sabe, debe saber que no soy él, apenas me miró, no quiso ver a nadie para tener la excusa perfecta para tampoco acercarse a mí. Tiene que saberlo, su rostro jamás se habría desfigurado de dolor por mí como vi en ese funeral.

Lo extrañaré toda la vida y a ratos quiero morirme, a ratos no soporto respirar, pero él, él mismo puso a esa pequeña en mi camino, su rostro, su voz, su sonrisa, su mirada, simplemente no pude creerlo cuando vi a Selva, cuando la vi a ella, fue una respuesta de mi hermano para que no sufriera tanto, como si lo mereciera.

—Es preciosa. La niña es preciosa.

Aureliano sonríe.

—Es una chiquilla muy linda sí. Se parece a ti, es innegable. Me alegro de que te quieras hacer responsable, pero debes hacerte a un lado, yo me ocuparé.

—Seré el tio de la niña que la atiende.

—No, no creo que puedas permanecer en ese papel, hoy casi cometes un error, hablabas de Sócrates.

—Sí, por un momento me emocioné, Selva siempre tuvo ese efecto en mí, con ella hablaba de todo, se limitaba a escuchar sin juzgar y opinar.

—Las pondrás en peligro si se revela que esa pequeña es tu heredera ¿Lo entiendes?

—Sí, haré todo lo posible por mantenerme alejado, pero no prometo nada, siento que quiero conocerla, pasar tiempo con ella, educarla, consentirla, es mi hija.

—Es la hija de Cósimo, y Cósimo murió.

Niego.

—Mi hermano merecía un funeral distinto, mi hermano merecía que se le hiciera un funeral apropiado a su envestidura, a su persona.

—Se lo haremos en un pequeño convento cercano a la villa donde te quedarás.

—Todo esto es tan injusto, por eso no me he quejado de tener que llevar esta sotana, esta mentira me mantiene preso.

—Te mantiene vivo, así que piensalo antes de hacer una locura.

—Aureliano, gracias por todo. Sé que ya te agradecí, pero, por favor, no dejes sola a mi hija.

—Se me ocurre que en algún momento deba traerlas para acá, quizás al convento, o una casa sencilla en el pueblo, me pone nervioso no saber que fue lo que pasó en ese atentado.

—Lo estoy averiguando, fue una traición, lo sé, por eso por ahora me conviene estar callado y alejado, aunque esto no se va a quedar así.

—No, no, callate, loco. A mi no me vas a estar contando crimines, planes malevolos, mira que no traje agua bendita, ahora bengido un tobo y te lo echo encima, así ardas como el demonio que eres.

Me rio.

—Viste que buen concepto tenía Selva de mí.

—Porque estás muerto, se ve que es una muchacha bien criada: de los muertos no se habla mal, pensará y por eso dijo lo que dijo, además de que espera la ayuda, la cosa.

—No, fue sincera, además de no guardarme rencor, fijate, me defendió...

—No, eso si te voy a pedir, eres un sacerdote para todos los efectos, de mentira claro, no puedes hacer nada como un sacerdote, pero tampoco nada como uno que no lo sea. Es decir: eres casto y puro.

Suelto una carcajada.

—¿De qué hablas?

—Ah sí, que la muchacha muy bonita, que te defendió, no te vuelvas loco. Eres un sacerdote, bueno, no. No lo eres, pero tu entiendes.

—¿Me porté mal? ¿Viste algo raro?

—Te conozco. No hay algo raro ahora, lo habrá en algún momento. Además de cuidarte la vida, te cuido el alma y la imagen de Sócrates.




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