Mi pequeña heredera

Capítulo 9: Cosimo

La cosa más humillante que me ha tocado vivir: contarle mis pecados a Aureliano. Al menos se comportó y no me juzgó, aunque creo que me mandó a hacer una penitencia bastante dura.

Antes de salir revisó todo con la vista y afirmó.

—Me da un un miedo dejarte solo, te voy a encargar al padre Guillermo, le diré que te mantenga duramente vigilado, sí, le diré que a ti el demonio te tienta mucho, aunque me reservaré que el demonio mismo eres tú.

—Sé comportarme.

—Me di cuenta como miraste a esas muchachas que vinieron con el resto de los feligreses.

—Ellas me miraron igual.

—No puedes hacer eso. Eres un sacerdote, un hombre de Dios, tu esposa es la Iglesia. No puedes andar mirando mujeres.

—Eso es irreal, ordenarte sacerdote no te convirtió en un hombre de palo, debes sentir cosas, Aureliano.

—Ay, no, con un bestia como tú no hablaré de eso. Claro que siento cosas, soy un ser humano de carne y hueso. Pero oro, me encomiendo a Dios cada día, le entrego todo eso a Dios y él me mantiene en el camino de la santidad.

—No digo yo, para ser santo hay que ser casto.

—No, pero sí. No te lo voy a explicar, muy profundo para tu nivel: astrología que es de lo único que debes saber.

—No vas a ser santo por meterte tanto conmigo.

Se cruza de brazos y se regresa a la cocina, saca el envoltorio de los dulces de leche y me los muestra.

—Me los llevo para el camino de regreso. Gracias a la comunidad ya tienes comida para hoy, debes ir al supermercado del pueblo con el padre Guillermo para que compres lo más básico —dice y me tiende un billete. Lo miro de arriba abajo.

—¿Y qué se supone que compre con eso? ¿Cebollas?

—La sopa de cebolla es buena. Podrás comprarte comida cuando te reunas con tus malandrines, pero delante de la comunidad no puedes ostentar de nada. Recuerda:

—¡Votos de pobreza! No sé por qué dijiste eso, qué incomoda me harás la vida aquí.

—Una vida, ¿Verdad? Una vida que vivir, estás vivo, agradece eso. Y silencio, recuerda lo del silencio, no hables con nadie, se van a dar cuenta de que eres un impostor.

Se acerca y se detiene frente a mi, suspira y alza la mano. Sé lo que va a hacer, trago grueso y cierro los ojos imaginando que es mi hermano quien lo hará.

—Que Dios te de su bendición en nombre del Padre, del hijo y del Epiritú Santo.

—¡Amén!

Abro los ojos y mis ojos se encuentran con los suyos que se ven húmedos, sonríe con los labios apretados.

—Cuidate mucho, no hagas locuras...

—No me acercaré a las chicas...

—Hablo de esa venganza que planeas, sé cuidadoso.

—Necesitamos saber quién estuvo detrás de ese atentado, detrás del asesinato de mi hermano. Debo hacerlo yo, nadie más que yo.

—Entiendo, sabrás pronto del caso: Aitana. Las vistaré dónde me indicó la muchacha.

—Gracias, iré entrada la noche para no levantar sospechas.

Se da la vuelta y lo veo irse, se sube al auto y me lanza una última mirada, alza los brazos y hace como si implorara al cielo, sonrío y algunas lágrimas vuelven a recorrerme la cara. Aureliano es lo único que me queda, mi hermano está muerto, no volverá.

Pero existe Aitana, tengo una hija. Es hermosa mi hija, parece muy inteligente y es super dulce, será la dueña de toda mi fortuna, desde ya tengo que idear un plan para que ella se quede con todo.

Me quito el alzacuello y lo pongo sobre el comedor, voy a la pequeña cocina y me dispongo a guardar lo que quedó de sopa que, estaba divina, también me sirvo un poco de chocolate caliente para aclimatarme el cuerpo, el sitio es frio y tengo poca ropa: porque soy pobre y eso me encanta, según Aureliano.

Me pudo embromar con eso del voto de pobreza, puedo soportar lo del silencio, pero lo de la pobreza me pesa más.

Tocan a la puerta. Avanzo dudoso y abro: es el padre Guillermo. Me sonríe con sus dientes amarillos.

—Padre, vamos para que compre alguito, se va a morir de hambre —dice, me repasa con la vista de arriba a abajo y deshace su mueca amable y la cambia por una de vacilación.

Le sonrío.

—Aunque no se ve que pase hambre padre, se ve fuertecito —dice, se da vuelta haciéndome señas como si meditara sobre lo que acaba de darse cuenta.

—Le voy a compartir café y chocolate padre.

Le daría magadalenas, pero estaba muerto de hambre y me las comí todas. Ese comentario me lo reservo porque Aureliano me dijo que coma poco delante de la gente y no presuma.

Me mira extrañado.

—Ah, me alegra de que si hable. Esos votos de silencio no corresponden a un voto monástico.

—Es mi ayuno, hablo mucho y así le ofrezco a Dios el no hablar para solo oir su palabra.

El sacerdote sonríe y hasta yo me impresiono de la mentira que acabo de decir. Cierro la humilde vivienda y recorro con él la calle, están por ser las cuatro de la tarde y la gente camina alegre por las calles, riendo y otros montando en bicicleta, las niñas están vestidas y peinadas como si fueran a una fiesta, la gente nos mira, el padre Guillermo va repartiendo bendiciones y yo lo imito.




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