—Entonces, ¿cuál es su problema, señor Solen? —preguntó el psicólogo con la calma de quien cobra caro por estar quieto y asentir en los momentos precisos.
Era el tipo de hombre que parecía haber sido diseñado en un laboratorio llamado Éxito Empresarial, S.A.: traje impecable, corbata que no dejaba dudas y un Patek Philippe en la muñeca que gritaba “Tus problemas son mi inversión segura”. Claramente, lo suyo funcionaba. Poco sorprendente: la consulta con el doctor Bishop me había costado más que mi primer coche.
—Todo me cabrea —respondí, con la emoción de alguien rellenando un formulario de impuestos sin esperanza de premio.
La sala era luminosa, amplia, y detrás del respaldo del médico me observaba una fila de diplomas y certificados, como si fueran los trofeos de un jugador que gana en los Juegos Olímpicos de la vida profesional.
—¿Se enfurece? —aclaró— ¿Hasta qué punto?
—Hasta el punto de que estoy dispuesto a romperle los dedos si hace un clic más con ese bolígrafo.
Bishop quedó inmóvil un segundo, mirando la Parker que retorcía entre sus dedos como una mascota nerviosa.
—Lo siento —dijo con calma, dejando el bolígrafo a un lado—. Cuénteme con más detalles.
Le conté cómo el mundo entero parecía diseñado para irritarme: el empleado que escucha “urgente” y lo traduce como “mañana, si no llueve”; los atascos, que convertían mi coche en un templo de budismo forzado; y las cosas, que siempre jugaban a Houdini justo cuando más necesitaba y tenía prisa. También mencioné mis momentos de gloria: arrojé un ordenador por la ventana porque decidió congelarse justo cuando el cliente importante esperaba la presentación de su proyecto, y me peleé con una silla que, sin previo aviso, apareció en mi camino.
No eran grandes tragedias, lo sé, pero cada nimiedad tenía la precisión quirúrgica de encender mi rabia, como si los objetos inanimados hubieran firmado un pacto secreto para volverme loco.
—¿En qué trabaja, señor Solen? —preguntó Bishop.
—Tengo mi propia empresa: una constructora grande y una red de empresas dedicadas a materiales de construcción y diseño —respondí, mezclando orgullo con fatiga.
—¿Usted está al frente de todo?
—Sí.
El doctor sonrió con esa sonrisa de evaluación profesional.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo de vacaciones?
Me pilló. “¿Vacaciones?” Mi cerebro hizo una búsqueda y encontró solo cargos en tarjetas y una factura por un masaje que más bien parecía tortura.
—El año pasado. Estuve una semana en España.
—¿Cuántas veces al día hablaba por trabajo durante esa semana?
Diez, cincuenta, doscientos… conté con terror interno.
—Siempre —dije al final, como admitiendo una traición.
El médico negó con calma, como si lo esperara.
—No me refiero a viaje de negocios. ¿Cuándo fue el verdadero descanso? Sin llamadas, sin correos, sin pensamientos sobre su empresa o detalles del trabajo.
Pensé en la palabra descanso como quien observa un dinosaurio en un museo: existe en teoría, pero no en mi vida. Encogí los hombros.
—Nunca.
—Señor Solen, está bajo estrés por exceso de trabajo. Necesita verdadero descanso, silencio, cambio de actividad y entorno.
Mi cerebro tuvo una reacción alérgica. ¡Manicomio! Te mandará a un manicomio. —dijo una vocecita dentro de mi cabeza.
—¿Y qué propone? —pregunté, escéptico.
—Ir a algún lugar sin teléfono, sin internet. Desconectar. Por ejemplo, al pueblo. Estar cerca de la naturaleza, hacer ejercicio al aire libre, observar su vida en soledad… Dos o tres meses para reinicio total.
Durante medio segundo, imaginar al mundo sin mis llamadas y control me provocó pánico: ¿Quién firmaría los contratos? ¿Quién controlaría las fechas y porcentajes de producción?
—Imposible —dije de inmediato.
—¿Por qué?
—¿Y quién llevará la empresa?
—¿Tiene asistentes, ayudantes, consejeros?
—Sí, pero…
—¿Son estúpidos?
—No, claro que no. Idiotas no contrato.
—¿No confía en ellos?
—Confío casi tanto como en mí mismo.
—Entonces delegue a ellos —dijo Bishop con la paciencia de un manual—. El estrés crónico afecta al corazón, sube colesterol y azúcar, disminuye la testosterona… y en su caso, su salud está en riesgo.
—¡Solo tengo treinta y cinco años! —me defendí.
—El estrés no pregunta la edad. —replicó.
—¿No podría recetarme una pastilla mágica? —supliqué—. Una que haga clic y… listo.
—No arregla lo profundo. Nada cambia hasta que usted mismo lo cambia. Tengo el teléfono de un amigo que alquila una cabaña preciosa para casos como el suyo.
Me entregó un papel con un número. Lo tomé con la misma gratitud que alguien recibe un cupón sin fecha de caducidad.
—Lo pensaré —dije, levantándome mientras luchaba por no estrangularlo por el dinero perdido y sus ridículas recomendaciones.
Ya en el coche, maldije a Bishop, el charlatán; a Georg, mi socio y amigo, por empujarme hasta esa consulta; a mi propia estupidez por no leer reseñas; y al conductor delante, que avanzaba a paso de tortuga obligándome a tocar la bocina como si el mundo dependiera de ello.
—Estoy bien —me repetí—. Solo un poco estresado… pero bien.
En ese preciso instante, una paloma, experta en timing existencial, decidió dejarme un generoso recuerdo en el parabrisas. Los limpiaparabrisas ejecutaron su danza mecánica, esparciendo la obra en una fina capa antes de detenerse, como si también ellos protestaran.
Pulsé el botón del lava-lunas. Nada. Seco. Perfecto. La vida hoy tenía un sentido del humor especialmente negro.
El teléfono del coche sonó con la delicadeza de un martillo neumático. Sonó y sonó hasta que, justo cuando meditaba una elegía por mi paciencia, sentí un golpe seco por detrás: un coche diminuto había besado el parachoques de mi Jaguar.
—¡Perfecto! —gruñí—. Ahora sí que todo puede ir a peor.
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Editado: 16.09.2025