—Boris, no entendí… ¿A dónde vas?
Aunque claro que entendí. Bastó con ver la maleta abierta sobre la cama y el abrigo colgando de sus hombros para saber que mi ilusión de pasar la Navidad y el Año Nuevo con mi familia se había descarrilado. Nuestro acuerdo no era más que humo. No era la primera vez que Boris esquivaba conocer a mis padres, pero esta vez colmó el vaso de mi paciencia.
—Lisa, lo siento, pero tengo que ir. Este viaje es mi oportunidad de ascenso. Luego iremos a donde tú quieras. Tú misma sabes que quiero conocer a tus padres, pero…
—Pero eliges un viaje de negocios en lugar de la casa de ellos —lo interrumpí, esquivando su intento de besarme—. Apártate.
—Lisa… lo siento, pero esto es más importante.
—Para ti sí. Para mí no. Te darán ese puesto de todos modos, porque lo mereces. Deja ya tus paranoias sobre la competencia y el humor cambiante de tu jefe. ¡Te pedí que dejaras el trabajo de lado una sola maldita vez! Una sola. Y accediste a conocer a mis padres. Pero no te importó nada.
—Lisa, sucedió así…
—No te importa tu palabra, ni mi familia, ni yo. ¿Entonces? ¿Para qué me pediste que me mudara contigo?
—¡Ya sabes! —Boris insistía en abrazarme, con esa frialdad disfrazada de rutina—. Estamos bien. Cuando vuelva, iremos a donde tú quieras.
—¡Fuera las manos! —mi paciencia se quebraba, porque en ningún momento dijo que me amaba, ni que me necesitaba; solo repetía excusas profesionales—. ¡Solicité dos semanas de vacaciones solo para esto! Me prometiste celebrar estas fiestas conmigo y con mi familia. ¿Y ahora? Tres años juntos y ni un solo día para conocer a los míos.
—Los conoceré cuando vuelva. Iremos… más tarde.
—¿¡Después de Navidad!? —estallé—. Sabes que para mí es sagrado. Me voy sola. A dónde vayas tú no me importa. Este año estaré con mi familia, con la gente que me quiere. Porque la Navidad es eso: estar con quienes te aprecian.
—¡Lisa! No tengo tiempo de explicarte lo importante que es mi trabajo. Hablaremos cuando vuelva —su voz sonó seca, molesta, como quien despacha un inconveniente menor—. Te comportas como una niña, y tienes treinta años.
Ese comentario me atravesó como un cuchillo helado. Sin responder, salí disparada al pasillo, agarré mi bolso de viaje y empecé a recoger mis cosas con manos temblorosas. Por suerte todavía no traje mucho, pensé, conteniendo las lágrimas. Pero lo peor fue abrir la puerta y comprobar que él no hizo el menor intento por detenerme.
Bajé al coche, lancé el bolso al maletero y me senté al volante. Grandes copos de nieve giraban en el cielo y caían sobre el parabrisas. Otra vez sola por Navidad. Tres años de relación y Boris nunca encontró un hueco para conocer a mis padres. ¿Qué clase de relación era esa?
No era el bullicio festivo que había imaginado. Lo que no debería existir en esos días eran lágrimas. Y yo estaba empapada en ellas. Muy dentro de mí supe que lo nuestro no funcionaría, pero aún me aferraba a la esperanza absurda de que mi deseo sencillo —casarme con un hombre atento, tener hijos, celebrar fiestas en familia— pudiera cumplirse. Por eso me mudé con él. Y fue en vano.
Regresé a mi piso de soltera. Menos mal que no lo había dejado del todo: al menos conservaba un refugio propio, un lugar donde respirar sin sentir la presión de su ausencia y su desdén. Esa noche apenas dormí, enredada entre llanto y recuerdos, en un torbellino de rabia y decepción. Parte de mí todavía esperaba lo imposible: que Boris cambiara de planes y viniera a buscarme. Nada.
Al amanecer me levanté con los ojos rojos, la cabeza pesada y el alma hecha trizas. Aun así me obligué a arreglarme y salir: mis padres me esperaban, como cada año.
Antes de enfrentar las cuatro horas de viaje hasta su casa, caminé unos metros hasta la cafetería más cercana en busca de una taza de café. La necesitaba como el aire, y en mi piso ya no quedaba ni un grano de aquel refugio líquido.
Al entrar en la cafetería me sacudí la nieve del cabello, como si de paso pudiera deshacerme también de la rabia y la tristeza. Pero sabía que no había abrigo capaz de protegerme de eso: el frío de afuera era pasajero, el de adentro me calaba hasta los huesos.
Entonces lo vi. Detrás del mostrador, un gran cartel anunciaba: “Sorpresa de Navidad”. La tipografía colorida y el brillo de las luces parecían burlarse de mi estado de ánimo, como un villancico sonando a todo volumen en un funeral. Aun así, algo en esas palabras me pinchó la curiosidad. ¿Un truco publicitario barato? ¿O un mínimo destello de magia en medio de un día gris y saturado de frustración?
—Buenos días. ¿Qué va a pedir? —preguntó el barista.
Abrí la boca para encargar mi latte de siempre, pero un compañero suyo se adelantó, colocando dos vasos frente a una pareja a mi lado.
—Dos “Sorpresa” para la parejita.
Los chicos rieron, se besaron y abrieron sus sobres como si fueran cofres de tesoro. Yo miré de reojo, con esa punzada de envidia que duele en lo más simple: ellos compartían una felicidad que yo había esperado, pedido, suplicado incluso… y nunca llegó.
—Perdón… ¿qué hay en los sobres? —pregunté, sin poder contenerme.
—Predicciones para el Año Nuevo —respondió el camarero, con una sonrisa cómplice—. Como las galletas de la suerte, pero con café.
—¿Y… se cumplen? —pregunté, sabiendo lo ridícula que sonaba.
El chico asintió con tal seguridad que me vi obligada a pedir una “Sorpresa” para mí.
El café llegó con nata, espuma perfecta y un pequeño adorno de color en la superficie. Sonreí ante mi propia ingenuidad: treinta años y cayendo en trampas de marketing disfrazadas de milagro. Igual, di un sorbo. Estaba delicioso, reconfortante, casi suficiente para curar la resaca emocional.
—¿Puedo abrir la predicción ahora? —pregunté.
—Por supuesto.
Desplegué el papelito arrugado. La frase me hizo reír, primero con ironía y luego con cierta ternura:
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Editado: 26.10.2025