Con una hoja de cartón en la mano crucé la terminal, intentando no sentirme como una chófer de saldo. Mi cartel improvisado decía apenas Ferrero. Ni siquiera los nombres de las chicas. Mariluz “olvidó” dármelos, profesionalismo al más alto nivel. Así que yo parecía más la encargada de repartir bombones que de recoger a las nietas del jefe.
Mientras esperaba, imaginé a dos muchachas normales: jeans, mochilas prácticas, sonrisas tímidas, tal vez algo de cansancio por el vuelo. Ese tipo de chicas que saldrían corriendo a abrazar a su abuela. Lo lógico.
El ruido de ruedas de maleta sobre el suelo pulido me sacó del ensueño. Levanté la vista… y mi idea de “normales” se desplomó como un castillo de naipes en plena ventisca.
La primera caminaba como si el aeropuerto entero fuera su pasarela privada. Leggins brillantes que parecían pintados a brocha, tacones imposibles, chaqueta de piel falsa que gritaba look de influencer. Su cara, un catálogo ambulante de cosméticos: pestañas tan largas que podían batir récords en aerodinámica y labios inflados como flotadores de piscina.
La segunda era la versión hardcore: rastas gruesas teñidas en rosa ácido y lila, uñas kilométricas con dibujos de cómic, un abrigo oversize que parecía robado a un rapero de gira mundial y un piercing en la nariz que la convertía en un toro de pasarela. Masticaba chicle como si quisiera romper un récord olímpico; cada burbuja explotaba con un “paf” que rebotaba directamente en mis nervios.
Ambas arrastraban maletas de marca, con esa mezcla de desgana y superioridad que solo se alcanza a los dieciocho años y con una cuenta corriente con muchos ceros, porque estás convencida de que el planeta gira para cumplir tus caprichos.
—Soy Lisa, trabajo en la empresa de su abuelo, pero ahora seré su chofer temporal —me presenté con mi mejor sonrisa diplomática, esa que uso con clientes insoportables—. Su abuelo me envió a recogerlas.
Silencio. Ni un “hola”, ni un “gracias”. La influencer me lanzó una mirada rápida, como si evaluara si yo merecía cinco estrellas en una app de Uber. La de las rastas ni se molestó: seguía tecleando en su móvil como si negociara la paz mundial.
—Por aquí —dije, señalando la salida al parking.
Ellas dejaron caer sus maletas delante de mí y caminaron adelante sin mirar atrás, como si fueran estrellas internacionales y yo su asistente personal. Me quedé quieta dos segundos, esperando que al menos una se dignara girarse. Nada. La influencer ya estaba ocupada revisando su reflejo en el cristal de la entrada, y la de las rastas grababa un video saludando a alguien delante de un mural con maravillas de nuestra ciudad.
En un impulso de dignidad pensé en gritarles y dejarlas ahí, pero la imagen de mi jefe preguntándome dónde demonios estaban sus “adorables” niñas me empujó a hacer lo inevitable. Así que terminé cargando las dos maletas de marca, que parecían rellenas de piedras en lugar de ropa.
—Claro, Lisa —me dije entre dientes—, para qué vas a perder los nervios con estas maleducadas. Tú misma aceptaste ir a buscarlas.
Cuando al fin llegamos al coche, ellas ya estaban cómodamente sentadas, discutiendo quién pondría la primera playlist. Yo, mientras tanto, sudaba en pleno invierno cargando sus pertenencias como una mula de aeropuerto.
El trayecto fue un infierno, literalmente.
—¡Dame el cargador! —gritó la del piercing, arrebatando el cable a su hermana.
—¡Ni hablar! —replicó la otra, subiendo el volumen de la música hasta que tembló la tapicería.
—¡Eres una pesada!
—¡Y tú ridícula!
Cada grito era un misil directo a mi paciencia. Nunca imaginaba que estas dos bestias fueran las nietas de mi sombrío jefe, siempre puntual y escrupuloso.
La influencer, al menos, tenía momentos de calma, mirando por la ventana con aire profundo… aunque estaba casi segura de que solo evaluaba si la luz natural favorecía sus selfies. La del piercing, en cambio, parecía alimentarse del caos: cantaba a gritos como un gato atropellado, se reía de sí misma y rebotaba en el asiento como si la gravedad fuera opcional. Cuando le pedí con voz diplomática que bajara un poco la música, me lanzó su veredicto:
—La gente vieja nunca entiende nada.
“Vieja”. A mí. Con apenas treinta años. Perfecto.
Cuando al fin las dejé en la mansión del abuelo y su elegante abuela las recibió con ternura, como si fueran angelitos y no demonios con glitter, respiré el silencio como si me hubieran liberado de un manicomio.
Miré el reloj: eran las dos de la tarde. Demasiado tarde para la tienda de regalos que había planeado. Me reprendí por confiar en Boris y no haber comprado nada antes.
—No pasa nada —murmuré, arrancando el coche—. Pararé en algún comercio de pueblo por el camino. Mis padres estarán felices solo con verme. Y yo feliz si no vuelvo a ver a estas dos hasta… nunca.
A mitad del trayecto, vi un cartel que señalaba un pueblo cercano. Miré el GPS y, convencida de que este sabio de electrónica conocía bien el atajo, giré por una carretera secundaria. Al principio parecía prometedor… hasta que la aguja de combustible comenzó a deslizarse hacia cero.
—¡Maldita sea! —golpeé el volante—. ¿Por qué no revisé antes?
El GPS, con su calma digital, parecía burlarse de mí: “Llegarás en diez minutos”. Sí, diez minutos para quedarte tirada en medio del bosque, rodeada de nieve y árboles que parecían diseñados para ahogarte en sombra. La carretera estrecha se internaba veinte kilómetros hacia el pueblo, y la misma distancia de regreso a la carretera principal. Me encontraba justo en medio de la nada. El coche dio un sacudón, resopló y se detuvo.
—¡Genial! —dije, enfadada más con el GPS que conmigo misma.
Saqué el teléfono del bolso con la idea de llamar primero a mis padres y soltar alguna excusa convincente, del tipo: “Me quedé tirada en medio del bosque por culpa de mi traicionero GPS, pero tranquilos, sé lo que hago y solo llegaré un poco tarde.” Respiré hondo y marqué el número. Nada. Intenté de nuevo. Igual. Miré la pantalla y comprendí: sin cobertura.
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Editado: 26.10.2025