Mi garganta ardía como si alguien hubiera vertido cristales molidos en ella. Una estupidez mía: anteayer me quedé demasiado tiempo en el rio solo por atrapar dos carpas insignificantes. La consecuencia no tardó en llegar: esa misma tarde la fiebre me tumbó en la cama. Menos mal que tenía paracetamol. A la mañana siguiente estaba algo mejor, pero había perdido la voz; solo me salían sonidos sordos y silbantes. Para colmo, no tenía ni una pastilla para la garganta: jamás pensé quedarme aquí tanto tiempo. Me curaba como podía, a base de leche caliente de cabra con miel.
Ayer pasé el día entero en cama, de modo que hoy me tocaba trabajo doble para reponer la leña. Las noches se habían vuelto gélidas, y la estufa ardía sin descanso: primero para calentar la leche, luego para cocinar, más tarde para las gachas de avena —que, sorprendentemente, había empezado a disfrutar como cena perfecta— y al final para la calefacción y el agua caliente. Todo ese ciclo incesante devoraba madera como si no hubiera un mañana.
Pasé medio día peleándome con un olmo caído por la ventisca de la noche anterior. Entre serrar, partir y arrastrar troncos uno por uno hasta la cabaña, terminé exhausto, sudando bajo el frío y con el resfriado colgando de mis huesos. Era un trabajo duro, sí, pero dentro de mi pecho se instalaba una calma honda, una satisfacción completa. Justo lo que habría recetado el doctor Bishop.
Incluso empezaba a imaginarme quedándome en aquel rincón perdido por mucho tiempo. “Sí, definitivamente me iré a vivir al pueblo, lejos del ajetreo del trabajo y del ruido de la ciudad. Que todo se vaya al demonio. Me casaré con una mujer sencilla, tendremos tres, quizá cinco hijos, levantaremos una granja con pollos, cabras o cerdos. ¡Eso sí que sería la vida de verdad!”, pensé mientras empujaba otro tronco hacia la pila. Me enderecé con esfuerzo y contemplé mi faena con un orgullo sereno.
Claro que no siempre me pareció tan idílica la vida sin comodidades. Las dos primeras semanas fueron dignas de manicomio: me arrancaba los pelos, convencido de que estaba completamente loco por aceptar aquella “terapia” y meterme en semejante disparate. Pero ya era tarde. El guardabosques, más rápido que un cobrador de impuestos, se embolsó el dinero del alquiler, me dejó una cabra, una choza desvencijada, un perro idiota y unas cuantas herramientas, y salió pitando como si temiera que cambiara de idea y corriera detrás de él para exigirle el reembolso.
Georg, mi amigo y colega, lo observó todo en silencio. Quizá pensaba que yo tenía un plan claro, o que el prestigio del doctor Bishop justificaba cualquier locura. Así que, sin discutir, vació el maletero de mi coche, guardó las provisiones en el sótano y, antes de marcharse con mi propio vehículo, me dio un par de palmadas en el hombro, como si me dejara en un campamento de verano:
—En dos semanas vuelvo con más comida. A ver si se te curan los nervios. Todavía te necesitamos.
Y me dejó completamente solo en medio de la nada, sin escapatoria posible. No era la soledad lo que me enfurecía, sino la certeza brutal de que no sabía hacer nada, de que no servía para nada. Encender la cocina, por ejemplo, era una odisea: media hora soplando brasas, tosiendo por el humo y maldiciendo mientras la leña húmeda se negaba a prender. Y cuando por fin lo conseguía, todo se ennegrecía de hollín, incluida mi cara.
El baño tampoco era mejor. Ducharse con agua fría en pleno otoño fue un suplicio digno de tortura medieval: un chorro helado que me dejaba sin aliento, los dientes castañeando y la piel erizada como si me estuvieran despellejando vivo. Pasé las primeras noches hambriento, tiznado de hollín, oliendo a cabra y con el perro —que, muy cabrón, decidió dormir conmigo en la misma cama—, sin manera de echarlo.
Pasaba el día entero maldiciendo al doctor Bishop, a Georg y a mi propia estupidez. La rabia me hervía dentro, sin salida… hasta que vi el hacha. La empuñé y descargué sobre un tronco toda mi frustración, golpe tras golpe, gritando hasta desgarrarme la garganta. Y entonces ocurrió: una calma inmensa, como una manta gruesa, me cubrió.
Desde ese momento, poco a poco, fui aprendiendo a vivir otra vez. Sin sobresaltos, sin molestias, sin gente que me fastidiara. Me levantaba y hacía lo que tocaba, con la satisfacción creciente de comprobar que, día tras día, las tarreas cotidianas me salían un poco mejor.
Esa tarde, cuando ya solo me quedaba un viaje más de troncos antes de descansar con un té caliente y charlar un rato con Pek, escuché un sonido extraño: un motor lejano.
Sí, dije charlar. Con el perro. Él me esperaba, tumbado en la entrada como un guardián distraído, mientras yo acarreaba leña. Era mi única compañía, y aunque de conversación no aportaba mucho, al menos sabía escuchar sin juzgar.
Entonces ocurrió: un ruido extraño rompió la monotonía. Primero creí que era mi imaginación, un zumbido lejano confundido con el viento. Pero no: era real. El rugido metálico de un motor cortaba el silencio del bosque como un intruso inoportuno.
Solté el último tronco en la pila y agucé el oído. El sonido rebotaba entre los árboles, acercándose, hasta que, de golpe, se apagó.
Me quedé inmóvil, con el hacha aún en la mano, sintiendo cómo la calma que me había acompañado hasta entonces se resquebrajaba.
“¿Quién demonios se atreve a irrumpir en mi desierto?”, pensé, con un nudo en la garganta y el corazón acelerado.
Al principio pensé que era Georg, pero enseguida lo descarté: su coche tenía un ruido distinto, más ronco, y además ya había estado aquí la semana pasada; no debía volver todavía.
Después se me ocurrió que quizá fueran esquiadores, esos “amantes de la naturaleza”. Los detestaba: siempre traían los mismos problemas —ruido, gritos, basura— como si el bosque fuera un parque temático privado.
Aunque tampoco podía excluir otra posibilidad, bastante más inquietante: los cazadores furtivos. Recordé lo que me había contado el guardabosques sobre esa calaña de desgraciados, tipos armados y sin escrúpulos, capaces de convertir mi retiro en un verdadero problemón.
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Editado: 26.10.2025