Mi querido leñador

Capítulo 5. Lisa.

Durante quince minutos permanecí sentada en el coche, inmóvil, mirando al frente y rumiando la injusticia de la vida.

Después de todo, mi plan era simple, nada desorbitado: solo quería pasar las fiestas con Boris en casa de mis padres. Pero el destino parecía empeñado en ponerme a prueba: primero Boris me dejó plantada, luego caí en la persuasión de mi amiga… y en esa absurda predicción de Año Nuevo del café. Terminé yendo al aeropuerto a recoger a esas dos locas, quienes me hicieron olvidar lo más básico: llenar el depósito del coche. Y claro, en lugar de continuar por la carretera principal como una persona sensata, decidí tomar un atajo y aprovechar para comprar un regalo para mis padres. Gran jugada: así terminé metida en este lío.

Entonces, ¿quién soy después de todo esto? ¿Una tonta despistada? ¿Dónde estaba mi cabeza? La rabia hacia mí misma fue suficiente para sacarme del coche. Tenía que hacer algo: hasta ahora, ni un alma había aparecido para salvarme.

Observé con más atención el lugar. Mi coche estaba detenido justo entre dos curvas. Veinte metros más adelante, la carretera giraba bruscamente; detrás, la misma imagen idéntica. El bosque se cerraba a mi alrededor, como si quisiera atraparme en un abrazo helado de blanco inmaculado.

El aire olía a escarcha y a frescura cortante; cada bocanada era un “manjar” de oxígeno puro, tan intenso que me hacía sentir la cabeza dando vueltas. En otras circunstancias, quizá habría sentido un entusiasmo casi poético por estar tan cerca de la naturaleza… pero no ahora. La belleza se mezclaba con la opresión del aislamiento, y cada respiración me recordaba lo vulnerable que estaba en medio de aquel manto helado.

Me puse el abrigo de piel, apreté los hombros contra el frío y avancé con pasos cautelosos, escuchando cada crujido de la nieve bajo mis tacones. Cada sonido parecía multiplicarse en el silencio absoluto, como si el bosque mismo contuviera la respiración. Esperaba que, al doblar la curva, el paisaje se abriera: una granja, un pueblo diminuto, cualquier señal de civilización que me permitiera captar antena y pedir ayuda.

Pero mis botas resbalaban en la nieve dura, apretando mis dedos hasta dolerme, y la falda corta me dejaba expuesta al frío que se colaba como agujas entre mi piel. ¿Quién habría imaginado que acabaría así? Perdida, sola, vestida como para un escaparate urbano y no para un bosque helado. Cada paso era un recordatorio de lo vulnerable que estaba.

Al doblar la curva, la decepción fue inmediata: la carretera se volvía a torcer y frente a mí se alzaba otra pared de árboles blancos, como un muro que me encerraba. Mi corazón empezó a latir más rápido.

Entonces un sonido rompió la monotonía: un graznido agudo y metálico. Un pájaro enorme, negro como la noche, se lanzó desde un árbol cercano y voló sobre mi cabeza en círculos amplios, su sombra proyectándose sobre la nieve. Se detuvo un instante en un árbol, como observándome, y luego desapareció entre las ramas. Sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral, y mis manos se tensaron sobre el abrigo.

Miré hacia mi coche, acurrucado al borde de la carretera, un pequeño refugio frágil entre tanta blancura. Luego volví la mirada al bosque, y algo dentro de mí se tensó: un presentimiento oscuro y pesado, como si los árboles me observaran. Mi respiración se volvió más rápida, y el frío en mi pecho se mezcló con un miedo primitivo.

Apuré el paso hacia el auto, pensando que, si me encerraba allí, todo estaría bien. Alguien aparecería, alguien me encontraría, y me sacaría de este lugar. Esperaba un coche por la carretera, un policía en patrulla, un campesino que pasara por casualidad. Cualquier presencia humana que trajera orden y seguridad. Esa era la ayuda que mi mente podía comprender y aceptar.

Pero el bosque no ofrecía nada de eso. Cada sombra, cada rama que crujía, cada hoja que caía bajo un peso invisible, parecía pertenecer a un mundo distinto, un mundo que no conocía ni entendía. Un miedo primitivo, antiguo, se instaló en mi pecho: un terror que no surgía de un peligro concreto, sino de la certeza de que allí, en esa blancura infinita, algo podía moverse sin reglas, sin aviso, sin razón.

Era el tipo de miedo que no se puede calmar con lógica ni planificación. Todo lo que esperaba, toda la ayuda imaginable, debía venir de un orden conocido. Pero lo que estaba emergiendo del bosque era desorden puro, imprevisible. Esa incertidumbre, esa confrontación con lo desconocido, hacía que mis músculos se tensaran, que la respiración se me acelerara y que cada crujido del bosque se convirtiera en una amenaza potencial.

Miré hacia la carretera, el único fragmento de civilización a la vista, y luego de nuevo hacia el bosque. Mi corazón se hundió, atrapado entre la esperanza y el terror. Cada paso hacia el coche era un intento de retener el control, pero la sensación de vulnerabilidad se expandía, fría y densa, como si el bosque quisiera recordarme que allí, en medio de la nieve y los árboles, no mandaba yo.

Cuando solo quedaban tres metros, un crujido quebró el silencio. Esta vez era distinto: más cercano, más fuerte, cargado de intención. Los arbustos junto a mi coche temblaron y crujieron, y de la neblina helada del bosque emergió un hombre, como si la misma sombra se hubiera hecho carne.

Mis piernas quedaron clavadas al suelo; todo mi cuerpo se congeló. El aire mismo parecía haberse vuelto denso, imposible de mover.

El hombre me miró, y el tiempo se detuvo. La intensidad de su mirada me devoraba, penetrándome hasta los huesos. Alto, enorme, fácilmente un metro noventa, con un torso fuerte cubierto de pieles desgarradas. Su barba espesa y despeinada ocultaba parte del rostro, pero los ojos… los ojos eran locura pura. Y en sus manos sostenía una motosierra, abrazándola con intención predadora, como un animal que protege su presa.

Un grito ahogado se me quedó en la garganta. El pánico me envolvía como un manto oscuro, mezclando adrenalina y terror puro. ¡No quiero morir! Pensé, y mi mente, en un frenesí desesperado, proyectó imágenes de películas de horror: locos destripadores persiguiendo a mujeres, cuchillos brillando en la oscuridad, gritos desgarradores, paredes salpicadas de sangre. Sabía que, sin lugar a dudas, en esa película, el papel principal, el que moriría primero, era mío.




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