La chica salió disparada como si huyera del mismo diablo, tambaleándose sobre esos tacones de vértigo que parecían diseñados para todo menos para correr en la nieve. Era como ver a mi cabra enloquecida: patinazos, giros bruscos, piernas que se doblaban en ángulos imposibles. Me quedé mirándola, a medio camino entre la compasión y la curiosidad científica, pensando: ¿cuánto aguantará antes de besar el suelo?
¡Diez metros! ¡Veinte! Y entonces, como un reloj suizo, se resbaló y se desplomó en la carretera con un chillido digno de película de terror de bajo presupuesto, agitando los brazos como si alguien la estuviera apuñalando.
—Ay, Dios… —hice una mueca—. Solo de verla me duele.
Se dio de lleno en las rodillas. Pobre criatura. Sin pensarlo, avancé hacia ella, instintivamente, como quien va a levantar a un borracho caído en la acera.
Ella me miró por encima del hombro con los ojos desorbitados y, en vez de quedarse quieta, empezó a arrastrarse por el suelo como un cangrejo enloquecido.
—¿Estás viva? —pregunté, pero lo que salió de mi garganta fue algo parecido a “eeesssaaavivvaaii”.
La chica chilló como si le hubiera ofrecido venderle su alma al diablo y aceleró el arrastre, rascando la nieve con uñas y botas, intentando trepar al borde de la carretera.
Definitivamente está loca. ¿Y esta es la que iba conduciendo un coche? pensé, sin poder evitarlo.
—¡No tengas miedo! —intenté de nuevo, levantando las manos en un gesto de paz.
Por supuesto, la loca no me escuchó. Seguía gateando, haciendo ruidos que parecían más de foca en la arena que de mujer en apuros.
Suspiré, resignado, y me acerqué más decidido: al fin y al cabo, alguien tenía que poner orden en esa coreografía absurda. Si era necesario, la levantaría por los codos y ya.
Justo cuando estaba a punto de alcanzarla, ella giró la cabeza para verme y trató de ponerse de pie. Y fue ahí cuando la vi: una rama gruesa, justo a la altura de su cara.
—¡Cuidado! ¡Rama! —grité.
Mi advertencia no fue suficiente. La chica chilló, tropezó con la rama con todas sus fuerzas y cayó flácida, boca abajo, en la nieve, inmóvil por un instante.
Me senté a su lado y le di unas palmaditas suaves en el hombro.
—¡Oye!
Nada. Silencio absoluto. La giré con cuidado y vi un corte profundo en la frente. La sacudí un poco, pero la chica estaba perdida en un desmayo tan profundo que parecía haber abandonado el planeta.
—Genial… lo que me faltaba. —bufé.
¿Por qué se asustó tanto? ¿Así es como se agradece la buena voluntad? ¡Ayuda uno, y mira cómo termina!
Y entonces, casi desde fuera de mí, como si viera la escena en pantalla grande, me cayó encima la revelación: bosque oscuro, atardecer gris, carretera desierta… y de pronto aparece un tipo barbudo saliendo de entre los arbustos con una motosierra, tarareando en vez de hablar. ¡Por Dios, era calcado a una película de terror! No recordaba el título, pero sí la trama: un loco motosierrero que iba partiendo a todo el mundo en pedacitos por una carretera igual de perdida.
Bah, si yo mismo me hubiera topado conmigo en estas condiciones, también saldría corriendo como alma que lleva el diablo. Me tuve que morder la lengua para no soltar una carcajada fuera de lugar. Incluso pensé: oye, debería probar un casting para la secuela; ya tengo el look perfecto.
Pero no, la situación no era graciosa. Bueno… sí, sí que lo era, aunque no debía reírme.
—¿Y ahora qué demonios hago contigo? —murmuré, rascándome la barba mientras la nieve seguía cayendo a nuestro alrededor.
¿La dejo aquí tirada? ¿La acomodo en su coche y salgo huyendo, como si nada hubiera pasado? Pero ¿y si la encuentra alguien con malas intenciones? Esta carretera apenas ve tránsito: algún camión de reparto, un tractor con suerte. Y ya sabemos que Murphy nunca falla: aparecería el peor tipo de persona, justo en el peor momento.
Además… la chica era guapa. Muy guapa. Y con ese atuendo coqueto en medio del bosque, llamaba la atención como un faro en la noche. Demasiado fácil despertar pensamientos equivocados en cualquiera.
Y eso sin contar a los depredadores de cuatro patas. Una vez escuché aullar a los lobos en la distancia, y otra, un oso gruñó tan cerca de mi cabaña que casi me da un infarto.
Si la dejaba aquí inconsciente, entre el frío de la noche y las bestias, no iba a durar mucho. Negué con la cabeza.
—No, no puedo dejarte aquí. De ninguna manera. —me convencí en voz baja.
Después de todo, había sido yo quien la había llevado al desmayo. Lo menos que podía hacer era responsabilizarme. Aunque, conociendo mi suerte, esto iba a complicarme la vida mucho más de lo que imaginaba.
Con un profundo suspiro colgué la motosierra al hombro y me agaché para levantar a la chica. Era tan liviana que parecía no tener huesos, como si fuera una polilla atrapada en la nieve. La acomodé sobre mi hombro y caminé hacia su coche, preguntándome en qué momento se le había ocurrido meterse en semejante “aventura”.
Asomé la cabeza dentro del vehículo para evaluar el desastre. El tablero confirmaba lo que sospechaba: aguja clavada en cero. Ni una gota de gasolina. Ni siquiera intentó engañarme con un par de litros de reserva. Metí el cuerpo inerte en el asiento trasero y probé arrancar, más por cortesía que por esperanza. El motor no respondió ni con un estornudo.
—¡Brillante! —bufé—. ¿Quién en su sano juicio se mete en un desierto blanco, en pleno invierno, con el tanque vacío?
Negué con la cabeza, observándola tirada entre los asientos, con su abrigo de piel y sus tacones absurdos, como una muñeca extraviada en la escenografía equivocada.
—Esta loca no tiene cerebro… sin mí, no duraría ni media hora.
Convencido de ello, abrí la puerta, la saqué de nuevo del coche y la cargué otra vez sobre el hombro. Cerré el vehículo con llave, echando una última mirada a la máquina inútil que no nos llevaría a ningún lado. Luego me interné en el bosque nevado, los árboles altos cerrándose sobre nosotros como un refugio sombrío.
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Editado: 26.10.2025