Mi querido leñador

Capítulo 8. Lisa.

El dulce sueño se negaba a soltarme de su tierno abrazo… hasta que un olor repugnante me obligó a despertar. Me tapé la cabeza con la manta, esperando escapar de aquel frio mañanero, pero los receptores del olfato notaron un hedor vomitivo de una mofeta con problemas digestivos.

—¡Fi! —arrojé la manta lejos y abrí los ojos.

Y desearía no haberlo hecho. La realidad era aún más aterradora. Estaba en una habitación con techo bajo, dos pequeñas ventanas en extremos opuestos, y todo impregnado de vejez y miseria. Los troncos de las paredes estaban ennegrecidos por el tiempo; el aislante natural se veía raído y sucio. En una esquina, un montón de ropa vieja, botas gastadas y sacos formaban un caos indescifrable. Los muebles se reducían a un armario antiguo que parecía de bisabuela, un par de sillas medio rotas y un sofá que me había acogido la noche anterior.

—¿Cómo llegué aquí? —susurré, mientras mi memoria traía imágenes fragmentadas: el bosque, la carretera, el hombre barbudo, la motosierra…

“¡Me secuestró! ¡Me trajo a su guarida! ¿Para qué? ¿Abusar de mí?” —mi corazón golpeaba en mi pecho como si quisiera salir.

Pasé las manos sobre mi ropa: todo abotonado y en su sitio. Miré bajo la falda: mis mallas estaban agujereadas, sobre todo en las rodillas, pero la ropa interior estaba intacta. El abrigo y las botas desaparecidos, reemplazados por unos calcetines de lana que no eran míos. Mis pies, al menos, estaban cubiertos, pero no dejaban de sentir frío y asco. Mi cuerpo parecía estar en orden, pero no sentí alivio; el miedo me abrazaba como una criatura fría y pegajosa.

“Quizás a ese monstruo no le gustan las chicas insensibles e inconscientes. Necesita que gritemos, que nos resistamos.” —una ola de terror me recorrió la espalda—. “¡No quiero morir! ¡Y tampoco ser violada!”

Agudicé el oído. Golpes medidos resonaban desde fuera. Contuve la respiración y me levanté con cuidado, para no hacer ruido. Me acerqué a una de las dos ventanas. Afuera, un bosque denso se abría hacia un pequeño claro, y allí estaba él.

Llevaba una camisa a cuadros con las mangas remangadas, revelando antebrazos fuertes y venosos. No tenía motosierra, pero empuñaba un hacha, partiendo troncos con precisión y fuerza aterradora. ¡Crac! Cada golpe me hacía imaginarme en lugar de la madera, convertida en su víctima.

A su lado, un perro gigante bostezaba, mostrando filas perfectas de dientes afilados. “¡Exacto! Primero me abusará, luego me despedazará y alimentará a ese monstruo peludo.” —mi mente corría hacia el pánico absoluto.

De entre la maleza apareció una cabra marrón, con cuernos largos, empujando al perro para reclamar su heno. Un momento. ¿Una cabra? En las películas de terror no había cabras. ¿Ahora qué sigue, un gato ninja con daga? Me apoyé contra la pared, intentando contener un ataque de risa y terror a la vez.

—Tengo que salir antes de que se acuerden de mí —me dije, y me arrastré hacia la puerta. Intenté abrirla, pero no pudo, estaba bloqueada. Mis manos temblaban mientras pensaba en lo que me esperaba, si no lograba escapar.

Me acerqué a otra ventana y tanteé el pestillo oxidado. El marco resistió, chirriando como si quisiera delatarme, pero al fin cedió con un quejido largo. Contuve la respiración y empujé el vidrio con paciencia, milímetro a milímetro, como si cada ruido fuera un grito.

—¡Perfecto, encontré la salida! —me felicité en silencio, con un nudo de alivio en el estómago—. Ahora solo necesito ropa y zapatos.

Me lancé a registrar el armario, revolviendo en un frenesí ansioso, pero no hallé nada útil. Miré la manta apestosa, pero en mi situación no estaba para delicadezas. Entre un montón de trastos, descubrí un par de zapatillas viejas y deformadas. Eran enormes, como si hubieran pertenecido a un gigante, pero tampoco podía quejarme.

Me las encajé sobre los calcetines y las até con tiras de trapo, improvisando un calzado torpe pero funcional. Luego me amarré la manta al cuello, como si fuera una capa miserable, y regresé a la ventana. Cada movimiento era una lucha: crujidos, tropiezos, mi respiración desbocada.

Por fin, tras lo que me pareció una eternidad, logré deslizarme hacia el exterior. El aire frío me golpeó la cara como una bofetada y supe que, al menos por ese instante, era libre.

El aire helado me mordía las mejillas, la nieve crujía bajo mis pies torpemente envueltos en esas zapatillas gigantes, pero nada de eso importaba. Cada paso, aunque incómodo y lento, era un triunfo. Mi corazón golpeaba como tambor, como si quisiera salir corriendo delante de mí, celebrando mi victoria: me había escapado de un monstruo.

La manta que llevaba atada al cuello ondeaba detrás como una capa ridícula, arrastrando nieve y enganchándose en ramas, pero yo me sentía casi heroica. Tropezaba, resbalaba, maldecía en voz baja las zapatillas desproporcionadas que me hacían caminar como un pato borracho, pero incluso esas torpezas me arrancaban una sonrisa. Lo importante era estar viva, lejos de él, y sentir la dulce euforia de haber burlado a un ogro con barba roja.

Con cada centímetro que me alejaba de aquella cabaña, la vida me parecía más brillante. El bosque, pese al frío, parecía un refugio amable. Los árboles desnudos eran testigos silenciosos de mi libertad, y hasta el viento gélido me sabía a gloria.

Hasta el momento… cuando me topé con un oso sentado bajo un arbusto, masticando algo que preferí no identificar. Me quedé congelada, con la certeza absoluta de que mi epitafio iba a ser corto y cruel: “Muerta. Fin de la película”.

Retrocedí un paso, luego otro, como si pudiera deshacer el error de haberme cruzado con él.
—Estupendo —susurré—. Primero el psicópata pelirrojo, y ahora un oso que decidió no dormir la siesta invernal. Genial.

El animal levantó la cabeza y me examinó con esos ojitos negros e inexpresivos. Ni un rugido, ni un ataque inmediato… simplemente volvió a su mordisqueo, como si yo no valiera la pena.




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