En completo silencio desayunamos aquellas gachas de avena chamuscadas, que sabían a humo más que a cereal, y las acompañamos con té maloliente y galletas duras como piedras. Fue, sin duda, un “banquete” memorable. Tras el festín, el orgulloso dueño de aquel “lujoso bungalow” en medio del bosque salió a cortar leña, mientras yo, queriendo demostrar que no era ninguna Barbie inútil, me ofrecí a lavar la montaña de platos acumulados durante, al menos, dos semanas.
¡Qué ingenua fui! No calculé las incomodidades de la empresa.
Aquí no había agua caliente, ni “Fairy”, esa milagrosa gota capaz de derrotar a una montaña de grasa. En su lugar, me encontré con nieve amontonada en el exterior, una cacerola grande para derretirla en la estufa, un cepillo de alambre oxidado, un trapo viscoso y un trozo de jabón áspero. Ah, y por supuesto, la reliquia indispensable: una tina de acero abollada y destartalada.
Lo que en casa me habría llevado apenas un par de minutos, aquí se convirtió en una auténtica odisea. Sí los platos comunes, con algo de esfuerzo, cedieron bastante rápido, la olla quemada, aquella bestia ennegrecida en el fondo, me costó dos uñas rotas y un rasguño sangrante cortesía del cepillo de alambre. Al final, más que lavar, parecía que había sobrevivido a una batalla medieval contra la grasa incrustada.
Agripina, harta de la compañía del perro peludo y de su no menos peludo amo, decidió que las chicas debíamos unir fuerzas. Según su lógica caprina, lo único que faltaba era hacernos amigas íntimas. Con esa idea fija, no me dejaba en paz ni un segundo: metía la nariz en cada rincón, intentaba beber de la tina con agua sucia, lamía un plato recién enjuagado o trataba de engullirse el trapo enjabonado.
Ya estaba agotada de apartarla, porque la terca criatura insistía en llegar hasta mi falda para probarla con los dientes. Ignoraba todas mis órdenes, mis empujones y hasta los intentos de sacarla de la casa tirando de sus cuernos. Yo la regañaba, ella se hacía la sorda. A todas mis exclamaciones furiosas respondía con calma filosófica:
—¡Beeee!
—¡Maldita seas! —siseé, mientras volvía a lavar el plato que ella había babeado—. ¡Lárgate de aquí!
Aprovechando que se quedó mirando fijamente la puerta abierta, la rocié con agua, confiando en que se asustara y saliera disparada. Pero subestimé su “alma sensible y vulnerable”. Aquella insolencia hería profundamente su dignidad de cabra. Se irguió sobre dos patas y, para mi horror, casi alcanzó mi altura.
Me quedé sin aire. Retrocedí de inmediato cuando la bestia avanzó bajando la cabeza de forma amenazante. Choqué contra la pared, sin escapatoria, mientras Agripina se acercaba con paso decidido.
—¡Fuera! ¡Vete ya! —grité, agitando el trapo húmedo que aún sostenía. El agua volvió a salpicarle el hocico, y eso no hizo más que encolerizarla.
De un salto torpe y furioso, se me lanzó encima. La embestida me estampó contra la pared.
—Oh… —fue lo único que logré exhalar.
El dolor no fue insoportable, pero sí contundente: un hematoma estaba garantizado. Lo peor vino después. Agripina, apoyada firme sobre sus patas, intentó cornearme de verdad, presionándome contra la pared. Me vi obligada a sujetarla por los cuernos, empujándola con todas mis fuerzas, pero era inútil: la naturaleza no nos había hecho iguales en poderío.
—¡Déjame en paz! —grité como una posesa, sintiendo que los brazos me flaqueaban. Mis fuerzas se agotaban rápido, y encima ella agitaba la cabeza de un lado a otro, como un toro en miniatura, decidida a derribarme.
Aguantaba como podía, jadeando, los músculos ardiendo, la espalda raspada por la pared áspera. Era una pelea desigual, ridícula, entre yo y una cabra infernal. Un poco más y perdería, no solo con estrépito, sino con absoluta mediocridad.
—Pipa, deja en paz a nuestra invitada —escuché entonces la voz autoritaria de Iván.
El leñador apareció en el umbral, apoyado con desenfado contra la puerta abierta, y nos miró con una sonrisa divertida. Por supuesto, la descarada de los cuernos no tuvo ni la menor intención de obedecerle: seguía aplastándome contra la pared con obstinación criminal.
Iván no se complicó la vida. La agarró de los cuernos y, como si no pesara nada, la apartó de un tirón. Cuando la muy testaruda intentó girarse de nuevo hacia mí, él le dio una palmada en el trasero y le ordenó con calma:
—Vete a tu casa, ya está limpia.
La cabra, ofendida pero resignada, se alejó refunfuñando entre balidos. Yo, liberada al fin, me despegué de la pared con una mueca, me froté el muslo dolorido y avancé hacia mi inesperado salvador. ¿Cuántas veces me había sacado ya de apuros? Y pensar que apenas nos conocíamos.
—Gracias —susurré, dejando escapar un suspiro—. Me has salvado otra vez.
—Les gustas a estos traviesos —respondió él con una risa baja—. Normalmente ignoran a los invitados, pero contigo… parece que no pueden despegarse… es como si hubieran descubierto su juguete favorito.
¡Maravilloso! Yo daría lo que fuera por vivir sin semejante devoción: uno resoplando y babeando en mi oído por la noche, y la otra empujándome contra las paredes como si entrenara para la lidia.
Naturalmente, me guardé mis quejas. No fuera a herir los sensibles sentimientos del leñador hablando mal de sus adoradas bestias. ¿Y si se ofendía por mi falta de delicadeza?
Tan pronto como abrí la boca para fingir que aquellos bichos eran “lindos y maravillosos”, la infame cabra ejecutó una maniobra traicionera: me embistió por la retaguardia, clavando su testaruda cabeza cornuda justo en mi trasero.
Me tambaleé hacia adelante, completamente desprevenida ante semejante ataque sucio y cobarde. Y entonces ocurrió lo inevitable: fui a dar, de lleno, en los brazos del leñador.
Debo reconocerlo: el hombre reaccionó con una velocidad sorprendente. Me atrapó en el aire antes de que mi dignidad se estrellara contra el suelo. Sin embargo, lo curioso fue que, una vez asegurada mi caída, no mostró la más mínima prisa por soltarme.
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Editado: 26.10.2025