Mientras barría y recogía la cabaña, sentía un cosquilleo extraño que no podía ignorar. Cada vez que levantaba la mirada y veía a Iván concentrado en su trabajo con la leña, mi corazón daba un brinco. No era miedo ni admiración superficial; era algo más intenso, más profundo… y completamente inapropiado. Él era fuerte, atractivo, salvaje en su manera de moverse y, sin embargo, estaba allí, compartiendo conmigo este espacio tan íntimo.
Sacudí la cabeza y volví al trabajo. Mejor concentrarme en la limpieza. Si no lo hacía, mi mente volaría hacia pensamientos que sabía que no debía tener. ¡No! El caso no era en Boris. Ya al salir de la ciudad, ya tenía claro, que nuestro se acabó. Era otra cosa… ¿Miedo? ¿Vergüenza? ¿O simple prudencia?
El polvo sobre los estantes, las migas en la mesa, los charcos de nieve que se filtraban desde la entrada: todo eso necesitaba atención inmediata. Era mi excusa perfecta para mantener la compostura, para no ceder a esos impulsos que surgían cada vez que él se acercaba o me hablaba.
Además, la Navidad se acercaba. No podía permitir que esta fiesta, que siempre había sido tan especial para mí, se celebrara en una pocilga. Imaginaba la preocupación de mi familia: mamá, la pobre, tendría que ya llamar a todo cristo, preguntando si había pasado algo, papá, a lo mejor, ya dirigiendo un equipo de rescate… y yo, aquí, en medio del bosque, con la cabaña a medio limpiar.
Suspiré pesadamente, recogí los utensilios de la cocina y los coloqué en su sitio, repasando mentalmente cada rincón de la cabaña. El suelo debía brillar, la mesa no podía tener ni una mancha, y la estufa tenía que estar lista para cualquier comida improvisada.
Mientras lo hacía, no podía evitar notar cómo la camisa de Iván, ya remangada y desabrochada por el esfuerzo, dejaba entrever su torso marcado y la piel húmeda de sudor que brillaba con la luz tenue. Aquella visión, simple y brutal, hacía que cada fibra de mi cuerpo se tensara. Me forcé a apartar la mirada, hundiéndola en la escoba, en el trapo, en cualquier cosa que pudiera distraerme de la tentación de mirarlo con el descaro que en secreto deseaba.
Intenté distraerme pensando en la Navidad. Imaginé a mi familia decorando la casa, las luces colgando del árbol, los olores del pino y las galletas horneándose en la cocina. Papá seguro preguntando si me había abrigado bien, mamá preocupada por mis comidas y si me estaba cuidando, mis hermanos riendo, regañándome por tomar la leña sin guantes. Esa imagen me hizo sonreír, y por un momento me sentí más ligera, como si mis responsabilidades en la cabaña se volvieran menos pesadas.
Sin embargo, la tensión volvía cada vez que Iván me lanzaba una mirada accidental, o cuando sus manos se acercaban demasiado a las mías mientras pasábamos objetos o movíamos muebles. Cada roce era un recordatorio de lo difícil que era mantener el autocontrol. No quería que él notara mi atracción, ni quería ceder a la tentación que me provocaba su presencia. La limpieza se convirtió en mi escudo, mi excusa para canalizar esa energía que de otra manera me haría perder la cabeza.
Con la cabaña finalmente bajo control y el olor del bosque mezclándose con el calor de la estufa, sentí un breve momento de paz. La casa empezaba a parecer un lugar habitable, un espacio digno de recibir la Navidad. Cada rincón brillaba bajo la luz del atardecer, el polvo desapareció, los muebles estaban ordenados y la estufa lista para calentar el ambiente. Sentí una satisfacción silenciosa, aunque no podía negar que Iván seguía presente en cada pensamiento no deseado.
Cuando vi aparecer a Iván con mi bolso de viaje en la mano, por poco no se me escapa un grito de alivio. No me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba mis cosas hasta ese momento.
—¿De dónde lo sacaste? —pregunté, más sorprendida que otra cosa.
—Fui a tu coche. Dejé una nota por si alguien lo encuentra y, de paso, recogí tus cosas. Te conviene lavar la ropa. Y… si quieres, puedo organizarte una ducha —respondió, como si hablara de lo más natural del mundo.
Una ducha. Santo cielo. Creí que había oído mal.
—¡¿Tienes una ducha?! —exclamé, con los ojos abiertos como platos.
Y él, tan tranquilo, solo asintió con una mueca que parecía un poco orgullosa.
En ese instante, todo el cansancio acumulado por horas de limpiar, ordenar y estornudar se desvaneció de golpe. Una chispa de entusiasmo me recorrió entera y no pude evitar saltar de alegría como una niña. ¡Dios, qué sensación más absurda! Pero para mí, después de días de frío, suciedad y tensión, aquello era como si me hubiera ofrecido un pasaje directo al paraíso.
—¡Oh, Dios mío, la vida definitivamente está mejorando! —me oí decir, sin importarme sonar ridícula. No era solo la idea de bañarme, era lo que significaba: recuperar un pedacito de dignidad, de normalidad. Era sentirme persona otra vez.
¡Jamás pensé que podría ser tan feliz solo con un chorro de agua tibia! Cuando por fin el líquido agradable golpeó mi cuerpo agotado, solté un grito de pura alegría, casi infantil. Por unos minutos me olvidé de todo: del frío, de la cabaña destartalada, incluso del detalle inquietante de que un hombre barbudo estaba al otro lado de una puerta sin cerradura. Me dejé llevar por la sensación. El agua aquí parecía distinta, como si no solo limpiara el cuerpo sino también la mente: me daba una calma y un bienestar que ni el mejor SPA de la ciudad. De repente, la vida volvió a brillar con nuevos colores.
—¿Estás bien ahí? —la voz grave de Iván me sacó de mi nube.
—¡Todo está súper bien! —respondí con entusiasmo.
—Me alegro. Pero… ¿y por qué no cierras el agua?
—¿Cómo que por qué? —pregunté, sin entender.
—Porque hay que ahorrarla. Abres solo para aclararte el jabón —explicó con paciencia de ogro.
—¿Ahorrar agua? —repetí, incrédula, como si me hablara en chino. Estaba tan cerca del Nirvana que sus palabras apenas me rozaban. Pero enseguida recordé que no estaba en mi casa con agua corriente, sino en medio del bosque, y me sonrojé—. Perdón, no pensé.
—Pensar en general es una tarea complicada —gruñó, aunque luego añadió, más suave—. Voy a traer más agua.
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Editado: 26.10.2025